sábado, 5 de abril de 2014

LA BRUJA DE HANSEL Y GRETEL ES DETENIDA



Al señor juez encargado de mi caso,

Disculpe que me tome el atrevimiento de escribirle, pero entre estas cuatro paredes la humedad se me cala en los huesos y, con la artrosis que tengo, no creo que resista mucho tiempo. Perdone la letra, pero es que las cataratas me nublan la vista como si me hubiera restregado leche en los ojos y a veces escribo que no se me entiende, ¿sabe usted?
Yo sólo quería explicarle mi situación, para ver si me echa una mano, porque a usted le habrán dicho, me imagino yo, todo eso de que soy una bruja y que iba a comerme a un par de huerfanitos, cociéndolos en un caldero. ¡Qué barbaridad! ¡Menudo disparate! Eso es lo que cuentan de mí en los periódicos y en la televisión. Hasta me ha dicho mi vecina Gertrudis, que su hijo, el más chico, el Antoñito, ha visto mis fotos en eso del Internet. Y a mí me han dicho, que en el Internet te ve todo el mundo. Imagínese, ¡qué vergüenza!
Y desde ya le digo, que los periodistas no saben de la misa la media. Así que le voy a contar lo que pasó.

Resulta que una mañana, estando yo en mi casa del bosque, escuché fuera unos ruidos extraños como de roedores. Entonces cogí mi escoba y salí de casa con ella para espantar los bichos que por allí anduvieran. Pero cuál fue mi sorpresa que los que andaban por allí eran dos pobres niños desamparados, Hansel y Gretel.
Gretel se estaba comiendo el caliche de las paredes pensando que era caramelo de azúcar y Hansel los marcos de las ventanas porque le sabían a chocolate con leche.
Entonces yo, conmovida por aquella escena y figurándome que deliraban del hambre que debían tener, los invité a pasar dentro de mi casa.
Ellos me contaron que su padre los había abandonado en el bosque porque no tenía para mantenerlos. Y es que no me extraña, porque con esto de la crisis... ¡se ve cada cosa!
Lo único que a mí se me ocurrió fue sentarlos en el sofá e irme a la cocina a buscarles algo para comer. Pero cuando volví con un par de bocadillos, (de mortadela con aceitunas, porque a mí el salchichón y el chorizo no me gusta) me los encontré devorando con ganas mis cojines, a los que confundían con grandes trozos de mazapán.
No sabiendo yo ya qué hacer, decidí encerrarlos en un jaulón grande que tengo (de cuándo mi difunto esposo le dio por criar a un loro que le regalaron, un loro feo a rabiar que no hablaba ni nada) para que dejaran de comerse todo lo que encontraban a su paso, no fuera a ser que les diera un dolor de barriga.
Y figúrese, de flacos que estaban, cabían los dos en la jaula y hasta sobraba espacio.
Ahí los dejé metidos unos días. Mientras tanto, les di de comer todo lo que tenía en la despensa y, cuando se me acabó, me gasté lo que me quedaba de la pensión ese mes, en el economato, comprándoles chucherías, embutidos, pizzas, patatas y todas las cosas que yo sé que le gustan a los críos a esas edades.
A los pocos días, la verdad es que daba gloria de verlos. Cuando llegaron a mi casa se les marcaban las costillas por encima de la ropa, pero ahora ya sí tenían carne debajo del pellejo que recubre los huesos y, poco a poco, se les estaban poniendo unos mofletitos que era cosa de ver.
Como Gretel, la niña, me parecía más dócil, decidí sacarla de la jaula porque es que ya no cabían los dos en ella, de los kilos que habían ganado.
Por no tenerla ociosa y que volviera a idear meterse en la boca algo que no debía, la entretuve planchando, barriendo y fregando los platos, porque la niña pronto será una mocita y esas cosas alguien se las tiene que enseñar a hacer.
Pero los niños, que tienen mucha imaginación, idearon que yo los estaba engordando para comérmelos luego y, en un descuido mío, Gretel le abrió la jaula a Hansel y se me escaparon los dos.
Tuve que pasarme toda la tarde de arriba para abajo, corriendo por el bosque, encima de que estoy media coja y se me puso el tobillo como un botijo.
Cuando ya casi anochecía, me los encontré en un claro del bosque, comiendo guijarros del suelo creyendo ellos que eran migas de pan. Los agarré como pude, me los llevé a casa y los volví a encerrar en el jaulón.
Aunque era de noche, decidí poner un puchero con todos sus avíos, porque no hay como un caldito de puchero para asentar el estómago y pensé que les vendría bien. Me dieron las doce de la noche, sin poder plantar un pie y espumando el puchero.
Se ve que los niños, al olor del puchero, se pensaron que estaba condimentando un guiso para cocerlos dentro y empezaron a gritar frenéticos.
Yo fui a darles una vuelta, para que no despertaran a los vecinos, que en el bosque los árboles hacen eco y se oye todo. Y a la gente a esas horas no les gusta que no les dejen dormir.
Pero los dos críos, ¡condenados críos!, me engañaron, yo no sé cómo, para que pegara la cara a la jaula y, cuando me tuvieron bien cerca, se me agarraron de los pelos que parecía que me iban a dejar calva entre los dos. Tuve que abrirles la jaula para que me soltaran.
Ahí fue cuando se aprovecharon para escaparse y les faltó tiempo para ir gritando a los cuatro vientos que yo me los quería comer.
Lo que sucedió después ya lo sabe usted. Por culpa de tantos desatinos y tanto morbo televisivo, me encuentro aquí, a mis casi ochenta años, mala que estoy, entre cuatro paredes que van a acabar conmigo.
Me ha contado mi abogado que es usted un hombre justo y noble que dejó en libertad, no hace mucho, a la madrastra de Blancanieves, una pobre señora que solo quería acabar con los problemas de insomnio de la muchacha. Por eso mismo, apelo ahora a su conciencia, usted que es hombre pero que también es hijo y debe tener una madre que a estas alturas esté tan desgastada por la vida como yo. ¿No le gustaría ver a su señora madre, enfermando en un lugar como este, verdad?
Esperando su respuesta y confiando en su buen hacer.

La bruja de Hansel y Gretel.



*Imagen: "Anciana senil". Nacho Puerto.

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