miércoles, 30 de abril de 2014

LOS HOMBRES DEL BANCO Y OTROS INDIGNOS



Los hombres del banco tienen entre cuarenta y cincuenta y pocos años, visten de chándal, siempre van muy afeitados y se rocían dos veces al día de colonia barata.
Los hombres del banco son hombres de costumbres que  aún hoy se levantan muy temprano, con las primeras luces del alba.  Desayunan aguachirri o descafeinado y mojan en él algunas galletas o una magdalena. Como estaban acostumbrados a no comer hasta el descanso de media mañana, son incapaces de meterse gran cosa en la boca a esas horas.

Los hombres del banco no compran periódicos, ven el telediario de la mañana. No salen a correr, esperan pacientemente sentados en el sofá a que sus mujeres les hagan algunos encargos: que tiendan la ropa pero con cuidado de no dejar las marcas de los alfileres, que echen la Primitiva, que saquen al perro para que haga sus deposiciones matutinas,  que vayan a pagar el recibo de la luz o que compren el pan, entre otros menesteres. Terminan todas esas labores pronto porque tienen energía acumulada y a eso de las once ya están libres de compromiso alguno por lo que se acercan al banco. Allí comparten asiento con otros hombres del banco y algunos jubilados. Ambos grupos entretienen sus horas rememorando tiempos mejores o despotricando sobre la situación política y económica del país.

No sé si hay hombres del banco en  las ciudades pero me he fijado que en mi pueblo empiezan a proliferar. A veces, paso rápida por alguna plazoleta (siempre camino así aunque no tenga prisa) cuando voy a un recado y se me estremece el cuerpo al verlos porque en ellos reconozco a familiares míos y puedo imaginar la desidia y el abatimiento que deben sentir. Estos hombres no hace mucho fueron trabajadores del sector de la construcción, tienen poca formación pero cuentan mucha experiencia  marcada en espaldas vencidas y manos callosas.

Muchos hombres del banco son padres de algún joven del edredón: recién licenciados que pueden cobrarse todas las horas de sueño que le arrebataron los estudios  porque no tienen trabajo y probablemente tardarán mucho en encontrarlo. Lo único que tienen en las manos estos jóvenes es el síndrome del túnel carpiano de tanto manejar el ratón buscando ofertas de trabajo en los tropecientos canales de empleo que atesora la red y la espalda solo se les resiente cuando se pasan una mañana de caminata intensa para entregar el mayor número posible de curriculums.

Oh, trabajo, bendito trabajo. Nos pasamos la vida anhelando unos días de vacaciones pero cuando nos dan un pase indefinido para unas forzosas el mundo se nos cae encima. ¿Qué hacer cuando no tienes nada que  hacer? Los jóvenes que vivimos al otro lado de las pantallas solemos encontrar antes algo en lo que entretenernos aunque sea a ratos pero un hombre de escaso nivel cultural, acostumbrado, como mucho, a sus películas en el sofá los domingos no encuentra tan fácilmente cómo matar el tiempo. Hay que actuar literalmente: hay que matar el tiempo para que su lento paso no acabe antes con nosotros y nos convierta en espectros condenados a repetir la misma escena una y otra vez, un día y otro.

Esto te parecerá curioso, puede que creas, incluso, que es pura literatura o un juego de palabras un tanto simplón, pero te aseguro que un hombre del banco vive preso del día a día. Se siente enjaulado aún en medio del campo. Y créeme cuando te digo que no hay nadie que tenga más ganas de trabajar que alguien que está encarcelado. Hace unos meses un ex presidiario me confesó (hay que tener conocidos hasta en el infierno, que nunca se sabe) que lo primero que hace un preso normalmente al llegar a la cárcel es intentar conseguir un destino (trabajo dentro de la cárcel) porque las horas muertas lo acaban volviendo a uno loco.

La situación de desempleo es como un limbo; se supone que es algo transitorio pero cuando el tiempo pasa y no encuentras la forma de salir de ahí, el limbo termina por convertirse en un purgatorio que te consume.

Lo peor de todo es que al escribir este artículo  ni siquiera estoy pensando en la insufrible situación económica de un parado de larga duración o de alguien  sobradamente preparado quien de seguro se tendrá que iniciar en el mundo laboral de la mano de algún listillo que aprovechando la situación quiera que le trabaje gratis (de esos hay muchos últimamente). Esa cuestión la dejo aparte porque es la punta del iceberg y eso está muy visible. Yo  ahora hablo del pedrusco helado que hay bajo agua.

Los hombres del banco se sienten  unos inútiles porque no están acostumbrados a estar desocupados. Los que son padres de jóvenes del colchón se consuelan pensando que sus pocos ahorros descansan en la masa encefálica de sus hijos y tienen fe en que ellos, al menos ellos, salgan adelante. 

Si el trabajo dignifica como hemos oído hasta la saciedad, hay mucha gente indigna, por desgracia, flotando cabeza abajo en un agua podrida de verdina, pero nosotros solo vemos sus suelas desgastadas y nos apena que no tengan para comprarse unos zapatos nuevos, sin saber que, además, se están ahogando y que cada vez les queda menos aire en los pulmones.

Sé que cualquiera podría preguntarse, ¿acaso no hay, también, mujeres desempleadas con poca formación académica? Las hay.  ¿Y mujeres y hombres con mayor formación? Los hay. Pero esas son otras historias y yo hoy quería darles voz a  los hombres del banco porque cuando los descubrí compartiendo horas con jubilados no pude más que preguntarme cómo diantres se van a jubilar ellos si aún les faltan muchos años por cotizar para poderse jubilar pero no están trabajando. El tiempo, ese que les pasa tan lento, paradójicamente, se les está echando encima.



*Publicado en EL COTIDIANO

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