lunes, 21 de julio de 2014

"REUNIÓN DE PASTORES, OVEJAS MUERTAS"

La vida cotidiana en las cárceles españolas: mucho tiempo libre y pocos ojos vigilando.

cárceles españolas


Manuel, que por supuesto no se llama Manuel, tiene los ojos hundidos en la cara surcados por infinitas venas subcutáneas que lo vuelven ojeroso, su tez es de color ceniza, y su piel parece fino pellejo que recubre unos huesos desgastados y unas vísceras podridas. Es drogadicto y portador del V. I. H. Pronto cumplirá treinta años, aunque pareciera que va a cumplir diez o quince más, su adicción hace mucho que no deja de echarle años a la espalda mientras lo consume por dentro, como se van consumiendo las cenizas del cigarro que se está fumando.

Son las ocho de la tarde. Es principios de verano, el sol aún no se ha puesto y en la calle corre un aire tibio, agradable. Hasta hace cinco minutos, Manuel observaba la caída de la tarde en el patio de la cárcel. Ahora los dos estamos en una habitación no muy grande, con dos mesas y algunas sillas alrededor de ambas. También hay un pequeño baño. Aquí se realizan los vis a vis, pero hoy no es domingo y Manuel ya ha tenido su vis a vis del mes.
Manuel se enciende el último cigarro del día, tampoco es habitual que se fume en esta sala. Charlamos.

Manuel está cumpliendo condena en una cárcel andaluza. Hace casi una hora, ha tomado una suculenta cena compuesta por una zapatilla a la que llaman hamburguesa metida en un chusco de pan y acompañada por patatas fritas. Manuel no tiene la dentadura muy buena y le cuesta horrores morder algunos alimentos, así que ha dejado la hamburguesa a la mitad.

“Uno sabe cuando entra en la cárcel, pero no cuando va a salir”, suelta, y me asegura que es la frase con la que recibe siempre a sus familiares cuando vienen a verlo. Es una frase típica, la repiten todos los presos como si fuera un mantra, pero cuando él la dice lo hace a conciencia, comprendiendo perfectamente su significado después de lo que lleva visto en estos últimos meses y, sobre todo, porque hasta ayer, aún dentro de la cárcel, se la seguía jugando, ya que, facilitaba la entrada de droga en la cárcel.

Si nos preguntamos cómo ha llegado Manuel a la cárcel, la respuesta es sencilla. El mundo de las drogas y todo lo que conlleva: se empieza con peleas, robos, se van acumulando antecedentes y un día toca responder ante la justicia por alguno de ellos. Pero si nos preguntamos cómo Manuel sigue delinquiendo aún dentro de la cárcel, la respuesta nos pone de relieve muchas deficiencias del sistema penitenciario español.

Manuel trabaja en la cárcel. Es cabo de albañilería. El trabajo dentro de la cárcel está considerado como un derecho y un deber de toda persona presa y, además, está orientado a la resocialización. Por ese trabajo, se recibe incluso un salario mensual que es abonado en su tarjeta de peculio. La tarjeta de peculio es una tarjeta de débito que se le da al preso, esa tarjeta es el único dinero del que dispone (al menos en teoría) y con la cual puede comprar en el Economato de la cárcel. Si no trabaja, sus familiares pueden ingresarle dinero en la tarjeta. Como medida preventiva para evitar abusos, está establecido un tope máximo de dinero que se puede ingresar semanalmente.

Además, el interno que consigue un destino (un trabajo remunerado en la cárcel) queda inscrito en la Seguridad Social con derecho a gozar de las debidas prestaciones, por lo que, al salir de la cárcel, podrá quedar protegido por la contingencia de desempleo.

Hace años, el trabajar en la cárcel tenía un valor añadido y es que existía la posibilidad de la redención de penas por trabajo, a razón de un día de prisión por cada dos días trabajados. Sin embargo, esta figura desapareció en el año 1995 con la entrada en vigor del nuevo Código Penal.

Actualmente, para un preso, el tener un trabajo supone, ante todo, un método de distracción para emplear el tiempo en algo y a la vez, de autovaloración personal. Manuel lo tiene claro, “En la cárcel, lo primero que tienes que hacer es conseguir un destino, si no te vuelves loco de tanto pensar”.

Aparentemente Manuel es un interno modélico, es cierto que en sus primeros días de internamiento se vio envuelto en una pelea, pero hace tiempo que su comportamiento es intachable, acumula hojas meritorias y realiza su trabajo eficientemente. Es más, ha accedido a pasar los últimos meses de su condena ingresado en una Comunidad Terapéutica, aunque para eso aún falta.

Pero es, precisamente, la buena imagen que se ha labrado, la que le hace pasar desapercibido y la que le ha permitido el acceso a determinadas zonas a las que, normalmente, los presos no pueden acceder. Su situación privilegiada, le ha permitido hacer pasar droga a la cárcel sin ser descubierto.

El sistema que han ideado él y otros dos compañeros, es muy sencillo, tanto que saben que no son, ni mucho menos, los únicos presos que han tenido esa ocurrencia, pero intentan hacerlo lo más discretamente posible.

Cuando un interno quiere conseguir droga, debe conchabarse, al menos, con otros dos presos. Para entrar droga de la calle se necesita alguien que salga a la calle, por lo que hay que contar con un preso que esté disfrutando del Tercer Grado. Aunque este preso no esté en el mismo módulo que el resto, tiene que acceder a la zona ajardinada de la entrada que da a todos los módulos (Preventivo, Cumplimiento, Enfermería,...) y es ahí donde deja la droga oculta en algún punto acordado, por ejemplo, en una planta. Para ello, cuentan con un preso que tiene el Tercer Grado, y que al no tener trabajo fuera de la cárcel, pasa la semana dentro pero los fines de semana sale a la calle y regresa a la cárcel el domingo. Luego se necesita a un interno que tenga un destino y que por ello goce de la confianza y la excusa para transitar por el lugar, en el caso de Manuel, como cabo de los albañiles, tiene que pasar por la entrada muy a menudo para ir a otros módulos a coger herramientas o a arreglar algo. Entonces, a Manuel se le da el chivatazo con el lugar dónde el preso de Tercer Grado ha dejado la droga y él, en cuanto puede, va a recogerla. Manuel, finalmente, le entrega la droga a otro preso que no tiene destino o aún teniéndolo no goza de la suficiente libertad para moverse por según qué lugares. Por haber hecho el pase, Manuel tiene derecho a la mitad de la droga que haya hecho entrar, aunque él prefiere cambiarla una vez dentro, por grifa o compras del Economato. Estos intercambios son muy comunes.

Hasta ayer, Manuel, no pensaba que estuviera corriendo un gran riesgo. De hecho, no hace mucho, vio en el patio de su módulo, a un funcionario de prisión pelear con varios presos, por un paquete de droga que no se sabía muy bien de dónde había salido. El funcionario en esa ocasión no llevaba porra, su única arma era su condición física: un hombre alto y corpulento, con mucha fuerza. Finalmente, consiguió la droga. Manuel contempló tranquilamente la escena, hasta le hizo gracia. Sabe que al igual que hay funcionarios dentro de prisión que realizan su trabajo escrupulosamente, a veces hasta exponiéndose ellos mismos, como el de aquel día, también los hay con una moral bastante laxa. Se comenta entre los internos, y a Manuel no le extrañaría en absoluto, que algunos incluso son los que hacen entrar droga en la cárcel.

Para Manuel el problema llegó ayer cuando hizo el que era su séptimo pase. El preso de Tercer Grado no se había presentado el domingo, sino el lunes, con una supuesta justificación. Se ve que en realidad, había tocado droga y traía menos de lo acordado. Manuel entregó su parte al compañero interno, pero cuando éste se dio cuenta de que faltaba, lo mandó a llamar con otro preso. Manuel, intuyó que algo andaba mal. Normalmente, y de mutuo acuerdo, apenas se dirigían la palabra en público para no llamar la atención. Las entregas se hacían en zonas comunes donde Manuel tuviera que entrar a arreglar algo, generalmente, los baños. De suerte que, el interno creyó en su palabra y desconfió del preso de Tercer Grado, porque de lo contrario, lo mínimo que le hubiera sucedido a Manuel es haber tenido un desafortunado accidente.

Puede que parezca un tópico manido, pero es real: en la cárcel, la gente se anda tropezando a cada rato y clavándose picos de mesas o pomos de puertas en las costillas, en un ojo, o dónde tercie un puño azaroso y a veces, incluso, bien armado.

Manuel ha decidido dejar de hacer pases. Tampoco quiere enterarse de lo que lo que le va a pasar al preso de Tercer Grado, pero no le gustaría estar en su pellejo.

Todos los presos saben de la facilidad de movimiento que tiene Manuel dentro de la cárcel, por lo que no le es difícil deducir que, de seguro, tarde o temprano, otro interno se le acercará para proponerle que haga de enlace de nuevo. Sin embargo, está decidido: no volverá a correr un riesgo innecesario, lo único que quiere es grifa y eso es muy fácil de conseguir dentro de la cárcel.

Le aviso a Manuel de que lo que me está contando parece el relato de un lugar en el que impera la ley del más fuerte, como si estuviéramos en el Lejano Oeste y le pregunto qué le parece a él que ocurra eso precisamente en la cárcel que supuestamente tiene un pretendido carácter resocializador. Manuel se encoge de hombros y me devuelve una mirada incrédula, como si acabara de preguntar una estupidez. Inspira una bocanada de aire nicotinado que le pudre los pulmones y expira lentamente un humo negruzco de olor fuerte que se pega a la ropa, “es que eso siempre ha sido así, la cárcel no es como ahí fuera, la cárcel es otro mundo”.

Pero —sigo preguntando incisivamente—, cuándo ocurren estas cosas, cuándo os peleáis, o trapicheáis, ¿dónde están los funcionarios? ¿No os ven? Manuel me responde con parsimonia, Los funcionarios no están siempre con nosotros, somos muchos, es muy fácil buscarte las vueltas para hacer lo que quieras dónde no te vean, algunos ni salen a penas del cangrejo.” (se refiere a las rejas que protegen al carcelero en su puesto de guardia)

HACINAMIENTO EN LAS CÁRCELES > Es una realidad conocida que las cárceles españolas están masificadas. Hace años que desde diversos colectivos y organismos se viene denunciando, pero atendiendo a la situación actual, no parece que se hayan tomado las medidas pertinentes. En el informe presentado por el Comité de Vigilancia de Helsinki, en uno de los foros de la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, en 1991, es decir, hace más de dos décadas, se denunciaba ya el problema del hacinamiento en las cárceles españolas. Si buscamos un ejemplo más reciente, en 2010, otro informe, presentado esta vez durante la 30 Conferencia de Ministros de Justicia del Consejo de Europa, denunciaba que España era el tercer país europeo con mayor índice de masificación en las cárceles. Los propios funcionarios de prisiones se han manifestado en numerosas ocasiones, por este mismo problema. En 2010, el presidente de Instituciones Penitenciarias del sindicato CSIF, Ramón García, declaraba que la proporción de funcionarios respecto a los presos era de uno por cada ciento cincuenta presos y que las agresiones tanto de los presos a los trabajadores como de los propios internos entre sí, eran cada vez mayores.

Es muy frecuente oír decir que la delincuencia es el cáncer de una sociedad. En el artículo 25.2 de la Constitución Española se recoge “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados.” Sin embargo, la situación actual de las cárceles españolas, la que ahora me describe Manuel, viola ese artículo.

Está demostrado, atendiendo a la situación de las cárceles españolas, que si la delincuencia es un cáncer para nuestra sociedad, cuando se apresan a delincuentes y se meten entre cuatro paredes que no ofrecen los medios oncológicos necesarios, el cáncer lejos de curarse desarrolla metástasis.

EL EDUCADOR SOCIAL > En las prisiones hay una figura muy importante precisamente para la reeducación y la reinserción social del preso, y es la del educador social, muchas veces olvidado cuando se hablan de los problemas de las cárceles. Se entiende que, por su cometido, deberían tener una estrecha relación con el preso, no obstante, ¿saben realmente la visión que tienen los reclusos de los educadores sociales?
A Manuel se le estremece el cuerpo y siente como si se le acabara de cortar la digestión cuando le pregunto por ello, según dice. Aparta el cigarro de la boca y escupe con inquina; “Los educadores sociales no son buenos. Te mienten para que confíes en ellos porque lo que quieren es sacártelo todo, hay que tener mucho cuidado con ellos. En la calle haces cuarenta delitos y a lo mejor te hacen pagar por uno, pero una vez que estás dentro para eso está el educador, para encargarse de buscar todo lo que tengas y levantarlo. Ahora que, lo que ha prescrito no pueden levantartelo, pero hay tíos malos que cambian las fechas y cambian las cosas y te la meten antes de salir. Montones de presos, al salir por la puerta grande, antes de que se abra el último cangrejo, no llegan ni a que se le abra la puerta. Antes de salir, te dicen ´vuélvase usted para atrás que tiene que hablar el jefe de prisiones y el educador con usted´, y ahí se quedan y eso lo he visto yo muchas veces.”

Manuel se refiere a que el objetivo de un educador social es que, cuando el preso salga, haya pagado ya por todas sus condenas y se reincorpore a la sociedad sin ninguna deuda pendiente, idea en consonancia con una política de reinserción. Lo que ocurre, es que aquí se entra en un conflicto de intereses entre el educador social y el preso porque éste último lo único que quiere es salir de la cárcel, lo antes posible, sea como sea. Además, los presos, conocedores de la lentitud del sistema judicial español, confían en que aunque salgan con delitos pendientes, éstos acaben prescribiendo. De modo que, no puede ayudar mucho una figura que se ve como un enemigo y a la que se trata con recelo.

SUBCULTURA CARCELARIA > Mas allá de los vicios y deficiencias las cárceles, es de sobra conocido que ese otro mundo entre sus particularidades cuenta con tener su propio código de leyes morales.

Manuel habla de estas cuestiones relajado, apurando con gusto cada calada que da al cigarro, que ya apenas puede sostener entre los dedos. “Los presos tienen mucho sentimiento, porque uno se ve encerrado y se pasa el día pensando en los que están fuera y la única visita que no falla nunca, la única que viene a verte siempre es tu madre, o algunos de tu familia”.

Esta idea me hace recordar que, precisamente, los funcionarios lo que más vigilan son las visitas de las familiares porque muchas veces, son ellos mismos, los que traen droga a la cárcel. Manuel, casi con pudor, me describe como fue el último vis a vis con su familia.

El interno puede comunicar semanalmente con su familia a través de una cabina, y una vez al mes se le permite que lo visiten cara a cara, esto es el vis a vis, que se desarrolla en la habitación en la que hoy estamos. También puede optar, el preso, a un vis a vis íntimo con su pareja o a uno de convivencia, si tiene hijos menores.

Manuel  nunca le ha pedido a su familia que les traigan droga en los vis a vis, “ni ellos lo harían ni yo tengo cara para pedírselo, ni quiero que se metan en estos líos”. Pero sí es verdad, que a veces, le han hecho llegar cosas que están prohibidas. Uno de sus hermanos, el menor, le ha entrado, varias veces, una pequeña petaca de plástico llena de whisky, lo que pasa, dice, es que a un zagalón lo vigilan más y hasta lo han cacheado varias veces, por eso ya no se atreve.

En esta última visita, su hermana fue la encargada de hacerle entrar alcohol en la cárcel. Manuel se avergüenza de ello, admite. Su hermana es una mujer joven, de poco más de treinta años, de apariencia frágil y decorosa pero con la sangre de escarcha y un avanzado estado de gestación. Antes de entrar en la cárcel para la visita, arrebató la petaca a su hermano pequeño, y se la metió en uno de los muslos, sujeta por una faja de culotte que llevaba bajo un vestido vaporoso que le llegaba hasta las rodillas. La petaca, al ser de plástico, pasó sin problemas por el detector de metales por el que deben pasar los familiares, y era evidente que los funcionarios no cachearían, sin un motivo justificado, a una mujer embarazada.

Lo curioso, cuenta Manuel, es que una vez dentro de la sala, su hermana le dio la petaca y estuvieron hablando sin problema, pero al rato, el otro interno que realizaba el vis a vis en la misma sala le pidió a su familia la droga que le habían hecho pasar y nada más cogerla, se abrieron las puertas de la sala. Aquel preso, en un acto reflejo, se encerró corriendo en el baño y tiró de la cadena.

Eso le hace creer a Manuel que deben haber cámaras o algún tipo de vigilancia dentro de las salas de vis a vis, aunque siendo así no entiende por qué le dejan que le entren la petaca.

Se deduce de sus palabras, que hay una gran desconfianza a todo el personal de prisión, los que ejercen de guardas, los educadores sociales...

¿Los presos no os lleváis nunca bien con los funcionarios?, profundizo en el tema. Manuel apaga una diminuta colilla en un cenicero mientras habla. “Depende, con algunos sí. Hay funcionarios más buenos, más nobles, que te dejan pasar cosas y otros que se creen que la cárcel es suya y ellos son los que hacen la ley”.

Para que lo entienda, me cuenta cosas que algunos funcionarios pasan más que otros. Me habla del patio de prisión, ese espacio tan conocido en el imaginario colectivo gracias al cine americano. Generalmente no pueden caminar por el patio más de dos presos juntos, aunque algunos funcionarios dejan pasar esta norma siempre que no sean presos muy conflictivos. Le pregunto a qué viene esta prohibición, aunque la respuesta es evidente. Manuel sonríe cínicamente mostrando, por junto a las comisuras, unas muelas picadas; “porque ya se sabe; reunión de pastores, ovejas muertas”.

Sigo con mi interrogatorio particular, quiero saber ahora cómo es la relación entre los presos, me cuenta que hay de todo pero que, en general, tienen un alto concepto de la idea de respeto. Así pues, según me explica, para entrar en una celda que no es la tuya, porque quieres hablar con alguno de los presos que ocupan esa celda, tienes que pedir permiso porque cuando te enchiqueran, tu chabolo (así llaman a las celdas) es tu casa y nadie puede entrar sin permiso en la casa de alguien, “es que, da igual que tú fuera tengas mucho dinero o hayas sido alguien importante, aquí somos todos iguales y tenemos que respetarnos”.

Como imagino que esa idea es muy relativa, le pregunto si en la práctica eso es así. Gira la cabeza de un lado a otro, “Eso tiene que ser así, aquí no puedes ir comiéndote a nadie, ni ser tampoco de los que se quedan atrás porque si no se aprovechan de ti. Ahora, aquí hay de todo y sicarios hay montones. Si te ponen precio...

Me narra una historia, dice que una de tantas. Sucedió hace unos meses, cuando un preso se hizo con un pincho taleguero y lo ocultó en una manga del jersey que llevaba puesto. Pretendía pinchar a otro preso, al que le tenía inquina desde hacía tiempo, en el patio, aunque alguien le había dado el agua (lo había avisado) ya y éste estaba alerta. Cuando el del pincho pretendió agredirlo, el otro se zafó y de un golpe le quitó el pincho. Luego se fue a su celda como si nada.

Manuel sigue contando historias aunque yo ya no le pregunto, parece que cuando le das la palabra a un preso, si confía en ti, sabedor de la particular idiosincrasia del lugar en el que está encerrado, tiene ganas de contarte mucho. Habla sobre un hombre de setenta años que está cumpliendo prisión por asesinar a un vecino que llevaba años haciéndole la vida imposible y que intentó agredirlo antes. Con una mirada desafiante que proyecta su particular sentido de la justicia, habla sobre las vejaciones que se le hacen a los presos que entran por delitos de violación porque es la figura peor vista dentro de la cárcel ya que la mayoría de presos tienen madres, hermanas, hijas, o mujeres y sienten un gran desprecio por los violadores. Me cuenta, incluso, cómo los funcionarios mienten cuando lo ingresan a un módulo para protegerlos y como otros, al contrario, son ellos mismos los que avisan a los presos de que ha entrado un condenado por violación en el módulo. Habla, habla mucho hilando temas con una voz lacerada más por el desasosiego que por su enfermedad.

Son las nueve y media de la noche. Un funcionario aparece en la puerta de la sala de vis a vis. Entiendo que se me ha acabado el tiempo. Yo me marcho y Manuel regresa a su celda, “a esta hora tenemos que estar en los chabolos, porque nos echan el cerrojo”.

Salgo del perímetro de la cárcel, el habitáculo en dónde se pretende socializar, es decir, preparar a unas personas para la convivencia en sociedad, un espacio masificado, sin los medios ni la vigilancia oportuna, un espacio que cuenta con sus propias normas y conductas morales y en el que la violencia y las drogas son un sello del lugar tan identitario como lo pueden ser los barrotes o los cristales de pasta de fibra de carbono.

En la calle el sol todavía está alto. Respiro aire tibio y oxigenado. Dentro empieza la noche.


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