En lo que un huevo a una gallina,
fin del artículo.
Aunque esa sería una buena contestación a la
pregunta, no suelo ser tan parca en palabras así que detallaré mi respuesta.
El otro día estuve jugando con
una pequeñaja que tengo por prima a cocinar. Me enseñó, muy orgullosa ella, a
hacer una masa muy parecida a la de pan pero dulce que luego se estira hasta
dejarla muy fina y se emplea para hacer pequeñas empanadillas rellenas de
chocolate las cuales hacen en el horno y quedan riquísimas. De casualidad,
andaba por ahí mi abuela que, al ver a sus nietas amasar lo que parecía pan, se
puso nostálgica y empezó a recordar su infancia, allá por la posguerra, cuando
ella tenía que hacer la masa de pan para toda su familia y luego llevarlo al
horno más cercano donde le cobraban por el horneado y, donde marcaban con un
sello distintivo cada pieza de pan que ella llevaba para que no se confundiera
con las de otros clientes.
Más allá de que la infancia de mi
abuela fue durante la posguerra y aquellos fueron años de hambre, sus palabras
me hicieron pensar en lo mucho que ha cambiado la forma de alimentarnos a lo
largo del tiempo y lo poco que reparamos en ello. Nos damos cuenta de que
vivimos en la era digital, que la tecnología avanza a pasos agigantados... Pero
hay algo que hacemos a diario y que ha
cambiado mucho: la forma en la que nos alimentamos. Y no me refiero solo a que ahora haya alta cocina jugando con nitrógeno líquido y el envasado al vacío
de los manjares a degustar, me refiero a la alimentación de la clase media.
Por esos avatares del destino y
por motivos que aún hoy me pregunto, soy Licenciada en Historia. Recuerdo que
uno de los primeros trabajos que me mandaron a hacer en la carrera vino de la
mano del historiador Francisco Nuñez Roldán, el cual está especializado en
Historia Moderna. Hoy está jubilado pero fue uno de esos profesores que dejan
una huella imborrable en los entresijos de la memoria. El trabajo que mandó a
hacer era sobre la alimentación en las clases populares del siglo XVI.
Es
curioso porque, hoy día, una de las aficiones más extendidas entre la población
(en los países desarrollados) es la de darse paseítos a la cocina, abrir la
nevera, poner las manos en jarras, sentenciar indignados “no hay nada para
comer” y repetir el proceso una y otra vez creyéndonos prestidigitadores que de
tanto abrir y cerrar la puerta van a sacar, en vez de conejos, viandas del
frigorífico. En esas ocasiones el Universo, Dios o en lo que diantres vengas a
creer, debería darnos una patada en el trasero y mandarnos derechitos a la
despensa de un pobre desgraciado de los que vivían en el siglo XVI o XVII o
XVIII o hasta hace dos días, si me apuras. Porque no es que nuestras neveras o
nuestras despensas estén vacías (exceptuando el caso de los hogares en los que
realmente se están dejando sentir los estragos de la crisis, tema en el que no
entro para que no me hierva la sangre y se acabe el tono en clave de humor de
este escrito), sino que en cuanto nos falta aquel alimento que tanto nos gusta,
aquello con que nos cebamos picoteando, ya montamos el drama. Por ejemplo, en
mi casa sucede con el queso; si falta el queso nos morimos de hambre. Cuando no
hay queso “no hay de ná”. Cuando no hay queso ya no tenemos algo para picar, ya
no podemos hacer nada para comer porque casualmente todo lo que se nos ocurre
lleva queso, ya no podemos echar queso a los macarrones, ni hacer una pizza, ya
no podemos hacer una tortilla de queso, ni comernos un bocata de queso, ni
echarle queso a la ensalada y la corteza terrestre, como si fuera la de un
queso, se empieza a resquebrajar y entre las cuatro paredes de mi casa reina el
caos hasta que en la nevera vuelve a haber queso y a ser posible de todos los tipos y en todos los formatos
habidos y por haber, a saber: en cuña, en lonchas, rallado, en tranchete… Si lo
piensas, seguro que eso ocurre en cada casa con algún alimento y, es más, de
seguro que en muchas casas ese producto estrella que llena una nevera o una
despensa con su sola presencia son las papas fritas (yo me niego a decir patata
porque el término patata surge de la confusión de las palabras “batata” y
“papa” pero esa es otra cuestión que voy a eludir…).
No
obstante, por mucho que nos guste ese alimento, no consentiríamos que más de la
mitad de nuestra dieta consistiera en él. Nos gusta cambiar y en seguida nos
quejamos de comer siempre lo mismo. Pues bien, ¿sabías que el 60% de las calorías en la alimentación de las clases bajas de toda
Europa pertenecía al pan y las harinas de cereal? Y no te vayas a pensar
que hablamos de un plan blanquito y recién sacado del horno, nada que ver, el pueblo normalmente se tenía que conformar
con pan de aspecto negro o moreno porque se solía elaborar con cereales de
inferior calidad al trigo. Además, solían acompañarlo de… ¿chacina, crema de
avellana, tortilla, caballa, filetes y esos manjares con los que nos gusta
rellenar actualmente los bocadillos? No. Solían acompañarlo de cebolla,
salazón, tocino y de queso.
A estas
alturas ya te estarás preguntando. ¿Y la carne? Porque hoy día hay gente que
considera que no ha comido si no ha habido carne en los platos, así se haya
zampado varios de ellos. La respuesta no
le gustaría nada a este tipo de personas. Por mucho que veamos en televisión o
hayamos leído en literatura sobre los grandes festines de las clases altas, la
verdad es que las clases populares
comían poca carne. El populacho de la ciudad, consumía carne de muy mala
calidad en señaladas ocasiones como fiestas o celebraciones familiares. Los pobres no comían carne de caza como
palominos, perdices, conejos... sino que se tenían que conformar con volatería
de corral o carne de caza pero menor: carnero, gallina, cerdo,... Aunque el consumo de cerdo era alto entre las
clases populares, había ciertas partes (perniles y jamones) que nuevamente solo
estaban destinados a las clases altas. Claro que, en cuanto al consumo de
carne, hay que tener en cuenta que había diferencias notorias entre una parte
de Europa y otra, por poner un ejemplo, en Los Países Bajos estaba mucho más
extendido el consumo de carne.
El tema
de la carne va más allá de su mero consumo, también es importante pararse a
pensar cómo la cocinaban. Olvídate de la carne picada hecha hamburguesa, ni de
hacerla a la plancha para luego embadurnarla de salsas, ni de historias de
esas. La carne se solía consumir más
veces cocida que asada y en picadillos, potajes, caldos… A la gente le
gustaban los sabores fuertes, pero no fuertes de pasarte con el tabasco sino de
agregarle muchas especias, por eso, pimienta, clavo, nuez moscada, canela etc.
eran muy demandadas aunque por ser escasas y difíciles de conseguir se
convirtieron en un elemento de distinción, los pobres solo las podían usar de
vez en cuando y en poca cantidad. Por su parte, las hierbas aromáticas como
perejil, tomillo, menta, hierbabuena, albahaca, comino, anís… sí que eran
accesible a todas las capas sociales.
Ten en
cuenta, además, que la anécdota del frigorífico es impensable para la sociedad
del siglo XVI; al no contar con medios de refrigeración para conservar la carne, las
hierbas y especias servían para disimular el mal olor de la carne cuando se
estropeaba.
Recuerda,
también, que la Iglesia tenía una influencia muy importante en la Europa del
siglo XVI y ordenaba la prohibición de comer carne en los días de ayuno y
abstinencia, cuaresma, como penitencia de preparación a la Pascua, las vigilias
de las grandes fiestas litúrgicas y todos los viernes del año. En esos días la
carne era sustituida por pescado fresco, o salado y verduras.
Me
sorprendió descubrir, hace muchos años, cuando investigué para mi trabajo sobre
la alimentación, que entre unas cosas y otras, la Iglesia prohibía comer carne 166 días al año (solo se excluían a
los enfermos) y que, por eso, fue importante buscar sustitutos a lo cárnico.
Si buscando
sustitutos a la carne hablamos del consumo de pescado, como es de suponer, los
que vivían cerca de las costas podían consumir pescado con mayor facilidad,
pero el resto lo tenía más difícil sobre
todo los que vivían en países continentales del centro o del este que tenían la
necesidad de recurrir al pescado de agua dulce.
La pesca en aguas saladas no era tarea fácil, entrañaba muchas
dificultades, entre ellas, el tener que suspenderse en periodos de guerras, el
mantener en buen estado el pescado...
En el siglo XVI se sucedieron
luchas entre los Valois y los Habsburgo pero las treguas arenqueras que se establecieron
permitieron que Europa no se viera privada del arenque que suponía un alimento
muy importante para la dieta.
Aunque, en general, no se puede
decir que en las costas europeas el pescado abundara excesivamente.
El bacalao se consideraba el pescado por excelencia de los pobres
(no nos extraña así que. aún hoy, en Cuaresma sea muy típico el consumo de
bacalao y que incluso hayan surgido recetas como las tarbinas de bacalao) al
igual que también lo fue la carne y grasa de ballena.
Por la poca disponibilidad de
carne o pescado, las legumbres,
hortalizas, frutas y verduras, se convirtieron en un complemento obligado de la
dieta.
Si la dieta de las clases poderosas se caracterizaba por su marcado
carácter carnívoro, la de las clases populares sin duda era de tipo vegetal,
lo que hizo que alrededor de las ciudades se especializasen explotaciones de
cultivos frutales y de huerta para satisfacer las necesidades de las ciudades
ya que los transportes eran muy malos y costosos y no resultaban rentables para
productos de poco valor como lo eran éstos. Por tanto, la gente debía
conformarse con poder comer aquellos productos típicos de la región donde
viviesen.
Este detalle, el de las
comunicaciones, puede parecer baladí pero imagínate lo mucho que se limitaría
tu recetario si, por vivir en la península, no pudieras contar con frutas como
lima, mango, papaya, coco… Y mucho menos ahora que parece que está de moda que todos los zumos y
frappés lleven mango, o que el coco es tan usado en repostería y la lima en la
gastronomía en general.
No obstante, tampoco ahora nos
resulta tan fácil obtener según qué productos que no son típicos de aquí. Es
verdad que tenemos restaurantes chinos, indios, tailandeses, japoneses,
mexicanos y cuantos te imagines por doquier y que al visitarlos podemos vivir,
en algunos más que en otros, esa ilusión de estar probando la verdadera gastronomía de esos países, es
verdad que Lidl hace sus semanas temáticas y podemos abastecernos de productos
“exóticos”, es verdad que poco a poco se van colando ciertos productos en los supermercados
que antes se desconocían aquí y es verdad que tenemos los herbolarios gracias a
los cuales podemos conseguir hierbas y cereales que no se cultivan en nuestro
país aunque todavía hay muchas cosas que no entiendo. No entiendo por qué tengo
que comprar harina de gofio canario en las herboristerías como si fuera algo
extranjero y no en los supermercados. No entiendo, tampoco, qué está pasando
con la quinoa, el famoso “grano de oro de los Andes”, ese seudocereal con tan alto
contenido en vitaminas y en minerales como hierro, fósforo, potasio calcio,
zinc y magnesio que no para de subir de precio y ya está a unos 7 euros el
medio kilo.
Bueno, a decir verdad, este
último caso sí que lo puedo entender. La Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calificó a
la quinoa como el grano con más
nutrientes y denominó el 2013 como "El Año Internacional de la
Quinua". De ahí que su demanda, que ya venía creciendo en la última
década, se haya disparado y cuando aumenta la demanda… ya se sabe.
De todas formas, la quinoa es un
producto que nos llegó del Nuevo Mundo y que en el siglo XVI en Europa no se
conocía ni de lejos. De hortalizas como el tomate o la patata aún no se puede
hablar porque su consumo se generalizará a partir del siguiente siglo. No
imagino cuán duros debieron ser los veranos de esa pobre gente que no podía
saborear un buen gazpacho para
refrescarse, ni el yantar día a día de gente que no podía contar con la papa
que lo saca a uno de tantos apuros: revueltas, en tortilla, fritas, rellenas al
horno, acompañando un guiso… Y yo, que además, soy natural de Los Palacios y
Villafranca, un pueblo del sur de Sevilla dónde al tomate lo llaman “el oro rojo palaciego”, lo paso mal
doblemente porque no concibo un desayuno sin una buena tostada con tomate
rallado, ni la vida sin aliños de
tomate.
Siendo así, ¿qué era lo típico
por estos lares en el siglo XVI? En el sur eran típicas las aceitunas y en el
oeste de Galicia las manzanas, productos los cuales se consumían de temporada.
Las legumbres más comunes eran las habas, judías, garbanzos, lentejas... que eran
productos abundantes, baratos y nutritivos (eso, como ves, no ha cambiado
mucho). Uno de los platos típicos del
populacho era la olla podrida que se hacía con alubias, garbanzos, ajos,
cebolla, algún tipo de carne... Con la
fruta sucedía lo mismo, el consumo descendía en invierno porque había menos
variedad predominando la naranja. Las frutas típicas en verano eran
prácticamente las mismas que ahora. En
junio reinaban las ciruelas, uvas, manzanas, brevas, etc. y en agosto, los
membrillos, granadas, melones,...
Por otra parte, la leche, los quesos y los huevos
resultaban accesibles a las clases populares y eran muy consumidos. Aunque,
como dato anecdótico, hay que matizar que la mantequilla solo se consumía en el norte de
Europa y no se empieza a consumir en Francia hasta el siglo XVIII.
El queso, rico en proteínas, era
uno de los alimentos más populares en toda Europa (me tranquiliza descubrir
que hubiera podido sobrevivir de haber vivido en aquella época aunque fuera a
base de queso y pan negruzco). Pero quizás por ser tan fácil de conseguir, los
libros de cocina menospreciaban su valor, la peor categoría la adquiría el
queso de cabra, el cual se despreciaba y consideraba inferior al de vaca u
oveja.
De la leche se puede decir que su
consumo era tan grande que pronto se plantearon problemas de abastecimiento. En
las grandes ciudades, como Londres, el consumo de leche aumentaba en invierno y
disminuía en verano porque era el invierno la época en la que las familias
ricas residían en la capital. Entorno a
la leche, como en muchos alimentos, existía un gran fraude: el de aguarla.
Ya puestos a hablar de
alimentación, no podemos olvidar la bebida. El agua, aunque te pueda
sorprender, no se conseguía abriendo un grifo. El agua era un bien escaso y difícil de conseguir, los problemas se
presentaban en cuanto a su cantidad y calidad. Se obtenía de fuentes, ríos,
pozos, cisternas… Casi diariamente había que ocuparse de asegurarse el
suministro y, a veces, de ir muy lejos a por ella. Otras veces, en las casas
había pozos abiertos en las cocinas, corrales y patios. Pero daba igual de
donde procediese, solía estar contaminada y daba lugar a enfermedades. Además,
había ciudades enteras como Venecia muy mal abastecidas de agua.
El vino era muy apreciado por su valor energético y anímico. Las clases
populares no tenían grandes problemas para acceder a él pues apenas había
carestía de vino.
La cerveza, era conocida desde la antigüedad. Para su elaboración
se empleaban diversos cereales, nunca uno solo: avena, centeno, trigo, mijo,
cebada... Era una bebida asequible a las
clases más bajas, popular en los países del Norte de Europa, pero no vayas
a pensar en la cerveza que conocemos hoy día, piensa más en un líquido pastoso
y caliente, una papilla, por así decirlo sin ese amargor característico que le
da el lúpulo. Es más, en nuestro territorio, en la península, no fue un
producto muy popular hasta mediados del siglo XX, entonces sí, comercializada
como la cerveza que conocemos en la actualidad.
De refrescos, por supuesto, ni
hablar y de la Coca-Cola olvídate hasta, al menos, finales del siglo XIX.
Todavía faltaría por hablar de
dos condimentos básicos: la sal y el azúcar.
La sal, constituía un condimento muy importante para las salazones de
carnes y pescados. Al ser tan necesario intervenían hasta los gobiernos, su
transporte se llevaba a cabo a pesar de las guerras y no había mina de sal gema
que no fuese explotada. Los pobres utilizaban la sal pero en poca cantidad y no
muy frecuentemente. Piensa que aquello de que derramar la sal trae mala suerte
viene porque, desde la Antigüedad, derramar sal era tirar el dinero,
literalmente.
El consumo de azúcar se expande a principios del siglo XVI, cuando
el Atlántico está penetrado por los barcos de la Península Ibérica, hasta entonces el azúcar suponía todo un
lujo.
La caña de azúcar es originaria
de Oriente, en concreto de la India. No es un cultivo que cubra grandes
extensiones sino que se reduce a áreas limitadas y con condiciones
inmejorables. Su consumo era, antes de empezarse a expandir, minoritario y
principalmente con carácter medicinal. El
impulso que sufre la producción de caña de azúcar en España comenzó en el reino
granadino, (donde ya era muy conocido el cultivo de la caña desde fechas muy
tempranas), y a partir de ahí se desarrolló en otras direcciones. De modo que, su consumo entre las clases populares en el
siglo XVI no debió tener una importancia considerable.
¿Sorprendente, verdad? ¿Cómo
cocinaríamos hoy sin contar con sal ni azúcar en la despensa? Sería impensable,
no saldríamos de una ensalada y la notaríamos sosa pero esa era una de las
tantas carestías que tenían que afrontar las clases populares del siglo XVI y quizá, si recapacitamos en qué y cómo
comían aquellas personas, valoremos más nuestras despensas y se nos quiten las
ganas de jugar con el frigorífico a los prestidigitadores.
*Artículo publicado en el periódico EL COTIDIANO
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