Alfonso coge su bufanda
del perchero de la oficina y la enrolla alrededor de su cuello. Luego coge el
abrigo, se lo pone y se abrocha hasta el último botón.
Sale a la calle. El
termómetro de una farmacia marca menos dos grados. Junta las manos, se las
frota y las intenta calentar con su aliento, un aliento que se convierte en un
vaho helado que no llega a rozar las manos.
El camino que separa la
oficina dónde trabaja de su casa es tan corto que se puede hacer caminando y no
tardar más de cinco minutos. Vive en pleno centro de la ciudad y la oficina
tiene la misma ubicación estratégica solo que unas calles más atrás.
Son las nueve de la
noche, parece que va a empezar a nevar porque del cielo cae una diminuta lluvia
blanquecina. Si llega a nevar, sería la primera nevada del año.
Como es principios de
diciembre, las calles ya están iluminadas con el decorado navideño de cada año
y se nota en el ambiente ese bullicio de compradores que empiezan a trastear
las tiendas en busca de los primeros regalos.
Alfonso se cruza con
varias estatuas humanas. Se detiene frente a una mujer vestida de otra época
que, agachada, parece frotar un suelo que no existe.
Le echa unas monedas y continúa su camino. La mujer empieza a frotar sin levantar las rodillas del suelo.
Le echa unas monedas y continúa su camino. La mujer empieza a frotar sin levantar las rodillas del suelo.
Al llegar a su casa,
Alfonso se encuentra con un indigente en la puerta. Es un hombre de mediana
estatura, de entre treinta o cuarenta años. No se puede precisar más la edad
porque la cara a penas se le ve. El pelo le cae por la cara enredado y casi le
llega a los hombros. Tiene una barba de semanas. Lleva una camisa de a cuadros
y un pantalón que deben ser, de al menos, una talla más que la suya. Está
famélico y desprende un hedor insoportable.
Al ver llegar a
Alfonso, sonríe y se acerca presuroso.
—Yo te la doy. Si la
queréis, si todavía os hace falta, yo te la doy.
—¿Qué está diciendo? —
Alfonso se libra de él con un empujón.
—Que te la doy.
—Disculpe. Ha bebido
¿verdad?
—Claro hombre, ¿Cómo si
no iba a soportar yo, en la calle, este maldito frío? Un trago de whisky nada
más eh, es bueno para la garganta. Se lo prometo. Uno, bueno dos. Palabra, por
mi santa madre, que en paz descanse.
—Mire, ahora mismo se
larga de mi casa. ¡No lo quiero volver a ver por aquí! De lo contrario, llamaré
a la policía.
—No hombre, no haga eso
que yo no estoy en su casa, estoy en la calle. No se enfade conmigo, si yo solo
quiero dársela, hoy mismo me han dicho que la mía sirve y fíjese usted, a estas
alturas de la vida, yo que creía ya que no servía para nada y ahora sí que
sirvo. No más le pido un favorcito, déjeme dormir unos días en su casa. No digo
yo dentro en una habitación hombre, que uno es pordiosero, pero no tonto.
Déjeme que me acople ahí en un huequito en su zaguán. ¿Tiene zaguán? —pregunta rascándose
la nuca— Es que yo soy de pueblo y estoy acostumbrado a que las casas tengan
zaguán pero también me vale un patio techado o algún hueco que no esté al
intemperie. Yo pongo unos cartones y ni me siento eh, me la paso calladito —el
indigente hace ademán de llevarse un sucio dedo a la boca para sellarla así—, y
si me da usted por las mañanas el periódico después de leerlo en eso que me
entretengo y luego me da el apaño. ¿Sabe usted? Solo unos días, eh, que no
quiero abusar. Lo que pasa es que tengo un maldito resfriado que no se me cura.
Claro en la calle, cómo se le van a curar a uno los males. Me duelen las
costillas de tanto estornudar. ¿No ve la que está cayendo? Pues eso no es nada,
seguro que mañana amanece todo nevado.
—Pero, ¿se ha vuelto
loco o me está tomando el pelo?
—No me está usted
entendiendo, mire hombre, yo conozco a su hijo. Lo veo pasar todos los días,
cuando va al colegio de la mano de su madre, cuando vuelve, cuando lo sacan al
parque... Se le ve buen chiquillo. Muchas veces me echa algunos céntimos, figúrese,
¡a su edad y ya con dinero! En mis tiempos eso no pasaba. Lo ahorrará del
dinero que le darán para que se compre chucherías, ¿verdad? A él no le doy
miedo, se acerca despacito a dónde estoy me echa su dinerito en silencio. Debe
ser el único niño del barrio que no me tiene miedo y yo no sé por qué, si uno
no se mueve de sus cartones ni para decir esta boca es mía… Pero su hijo no es
como todos, su hijo no me tiene miedo. Seguro que si un día le hablo hasta me
responde y luego…
—Espere, ¿me está usted
amenazando?
—Por Dios, no hombre,
¡qué dice usted! Es que no me está entendiendo. Ahora no caigo, ¿cómo le dicen
a eso? Uno es burro hasta para acordarse de esos nombrecitos, pero lo que usted
quiere, que yo se lo doy. El otro día lo vi en los periódicos…
El mendigo se acerca a
Alfonso a la par que va hablando.
Alfonso levanta el
brazo derecho con la palma extendida en posición desafiante.
—No se me vuelva a
acercar que todavía la vamos a tener. Mire, si mañana cuando salga a la calle
lo veo aquí yo mismo lo llevo a la policía. Y si le toca un pelo a mi mujer o a
mi hijo… Mire, no sabe de lo que soy capaz…
Alfonso entra en su
casa sin dar tiempo a que el mendigo responda. Cierra de un portazo y desde
fuera se oyen correr dos pestillos.
El mendigo aporrea la
puerta y grita:
—Pero hombre, por favor, ¡qué se me van a
congelar los huesos!
Carmen prepara la cena
canturreando las canciones que escucha en la radio de la cocina. Tiene puesta
la emisora M80 radio. Es su preferida, la escucha en el coche, en casa y hasta
en el ordenador por las mañanas cuando mira los emails o paga las facturas.
Abre el horno y
comprueba que la lasaña está lista. Va al frigorífico y saca una bolsita de
queso rallado. Vierte una cantidad generosa sobre la capa de bechamel de la
lasaña y la vuelve a meter en el horno. Le da cinco minutos más en modo grill
para gratinar el queso.
En la radio empieza a
sonar Holding out for a hero de Bonnie Tyler. Carmen se acerca a la
radio y sube el volumen. Luego coge un bol con ensalada y lo rocía con vinagre
de Módena. Mueve insistentemente la ensalada para mezclar bien los condimentos
y lleva el bol a la mesa del comedor. Allí se encuentra con Alfonso.
—Cariño, no te había
oído entrar —le dice Carmen casi sin mirarlo.
Alfonso se acerca y le
propina un beso que apenas le roza en los labios.
—Cariño, no te enfades
pero… ¿Se puede saber a qué hueles?
—¿Tanto se me ha pegado
el olor? Pensé que era obsesión mía. Dios, ¡sí que huelo mal! Esto es de ahora
mismo, no te vas a creer lo que me acaba de pasar. Resulta que cuando llego a
casa me encuentro…
La alarma del horno
suena insistentemente.
—¡La lasaña! — Carmen
corre hacia la cocina.
Alfonso la sigue aunque
se queda en la puerta de la cocina sin entrar apoyado sobre un hombro.
—¿Has hecho lasaña para
cenar?
—Sí y tu ensalada
preferida y he comprado una botella del rosado que tanto te gusta.
—Pero bueno, Carmen, ¿y
este festín? ¿Celebramos algo?
—Sí, cariño, tengo que
darte una buena noticia.
—A ver, sorpréndeme…
—Ah no, ahora no. Mejor
date una ducha, que falta te hace y puede que te lo cuente en el postre o
quizás espero a mañana cuando esté Carlitos en casa.
—¿Cómo? ¿No está aquí?
¿Se puede saber dónde está?
—Tranquilo, hoy lo
llevé a casa de mis padres para que lo vieran un rato. Por la tarde se puso a
jugar con sus primos y no quería volver. Así que me fui y mi madre dijo que me
lo traería por la noche pero al parecer tantas emociones lo han dejado rendido
y se quedó dormido al rato. Mi madre llamó hace media hora, no quería
despertarlo y que cogiera frío al traerlo. Le dije que lo mejor sería que
durmiera con ellos esta noche.
—No me gusta que duerma
fuera, lo sabes Carmen.
—Son mis padres, no le
va a pasar nada.
—¿Cómo ha estado hoy?
—Bien, cariño, bien. Le tomé la temperatura
antes de venirme, no tenía fiebre y en el almuerzo comió mucho. Es más, dice mi
madre que ha sido el que más guerra ha dado de todos los primos. La traían loca
y ella encantada, ya lo sabes. Manuel, el pequeño de mi hermano, también se ha
quedado a dormir. Los niños son así, culo veo, culo quiero —Carmen sonríe.
—Podrías haber ido tú a
recogerlo en el coche ahora.
—¿Y despertarlo
tontamente? Además, cariño, ¿dónde voy a encontrar yo aparcamiento a estas
horas en pleno centro de la ciudad? Al final tendría que andar con él en brazos
un buen trecho. ¡Con el frío que hace! Han dicho en la televisión que esta
noche va a nevar.
—Ya…
—No te preocupes tanto,
va a estar bien. Es un niño, tiene derecho a hacer cosas de niño. Es más… —dice
Carmen bajando poco a poco el tono hasta conseguir una voz melosa —Tú y yo
somos una pareja, no estaría mal tampoco que hiciéramos cosas de pareja.
¿Cuánto hace que no estamos una noche los dos solos? No he planeado esto, de
verdad que no, solo quería celebrar con una buena cena pero reconozco que la
idea de pasar una noche tú y yo, solos, no me ha molestado en absoluto.
Alfonso suspira.
—Está bien, siempre te
sales con la tuya, mujer. Voy a darme esa ducha y cenamos.
Mientras Alfonso se
ducha Carmen saca la vajilla buena y prepara la mesa con dos cubiertos. Trae la
lasaña a la mesa y la botella de vino. Sube un par de grados la calefacción.
Cuando comprueba que
está todo listo, va a su habitación y se pone un vestido negro, no demasiado
elegante pero sí sugerente. Tiene un escote pronunciado y apenas le cubre los
muslos hasta la mitad. Finalmente coge de la cómoda un frasco de perfume y se
echa unas gotas en el cuello y en las muñecas.
Al salir de su
habitación, se encuentra con Alfonso sentado a la mesa esperándola.
—Cariño, ¿ya te has
puesto el pijama?
—Claro, son casi de las
diez. No voy a salir.
—La mitad de los días
no te pones pijama para dormir y hoy te lo tenías que poner.
—Hace frío, Carmen. Hoy
voy a dormir con pijama. Pero si tanto te molesta voy a cambiarme. Yo no sabía
que tenía que vestirme de algún modo especial para cenar.
—Normalmente no, pero
hoy era una cena especial.
—Ya veo y por eso has
estrenado un vestido.
—No lo estoy
estrenando, me lo he puse no hace mucho, pero nunca te fijas en nada.
—Pues estaría ciego
aquel día porque ese vestido te queda de muerte. Voy a cambiarme para que no
desluzcas vestida así y yo en pijama.
—No. Déjalo. No
importa.
Alfonso se levanta de
la mesa. Atrapa por la cintura a Carmen y le susurra al oído:
—En serio, estás
preciosa.
A Carmen se le sonrojan
las mejillas automáticamente y lo aparta con la mano.
—Eres un adulador y un
mentiroso. Vamos a cenar, anda.
Cenan sin prisa.
Rememoran anécdotas del pasado y de cuando eran novios.
Se sonríen como
quinceañeros. Alfonso juega varias veces acariciando una pierna de Carmen. Se
recrea en el muslo y baja hasta la rodilla haciendo movimientos circulares.
La botella de vino se
termina pronto y Carmen tiene que ir a la cocina a por otra.
—No es tu preferido,
pero nos servirá. ¿No crees?
Beben una copa y otra y
otra más.
Tras haber dado buena cuenta
de la lasaña y la ensalada, ambos se tumban en el sofá con las copas a medio
llenar en la mano y la última botella de vino cerca.
—Dijiste que después
del postre me darías una buena noticia pero yo no veo que saques ningún postre.
—¿Aún no sabes cuál es
el postre, cariño?
Carmen le guiña un ojo,
se levanta, coge la botella de vino, su copa y la de Alfonso y se va a la
habitación
—Ya veo que tendré que
ir a la cama a por mí postre.
Hacen el amor
pausadamente, sin prisas, al igual que han comido. Exploran cada pliegue de la
piel el uno del otro como si fuera la primera vez que yacen juntos.
Terminan abrazados, sin
hablar.
Poco después, Alfonso
se queda dormido.
A la mañana siguiente
Alfonso y Carmen desayunan juntos en la mesa de la cocina. Hay zumo de naranja y tostadas.
Ella ya se ha duchado y
vestido. Él, sin embargo, aún está sin duchar y solo viste el pantalón de
pijama.
—Cariño, al final
anoche me quedé sin saber cuál era la buena noticia que celebrábamos —Alfonso,
sin esperar respuesta, da un mordisco a una tostada.
—Preferiría dártela con
Carlitos delante. Creo que querrías tenerlo delante cuando te lo diga.
—Quieres decir que…
—Alfonso traga rápido.
—Sí. Aún no me lo creo,
es casi un milagro. Me llamaron por la tarde del hospital cuando estaba en casa
de mis padres. Han encontrado un donante de médula compatible.
—¿Tus padres lo han
sabido antes que yo?
—No te enfades, cariño.
Lo saben porque casualmente estaban delante cuando me llamaron. Se pusieron
locos de contentos, como pensé que te pondrías tú.
—Y lo estoy, claro que
lo estoy. Ahora me gustaría que Carlitos estuviera aquí, sí, por supuesto
—Alfonso se levanta de la mesa. Se queda apoyado de espaldas contra la encimera
—. ¿Estás segura? ¿Es seguro todo? No
quiero que nos ilusionemos de nuevo y al final…
—Esta vez es seguro. Me
lo han confirmado. —Carmen se levanta y se sitúa justo enfrente de Alfonso.
—Entonces, ¿un donante
anónimo por fin compatible?
—Bueno anónimo… Al
parecer es un indigente que vagaba por aquí cerca. No sé exactamente dónde pero
dice que veía pasar a nuestro hijo todos los días y que nos vio en el
periódico. ¿Has visto? Fue buena idea eso de aparecer en los medios.
—¿Qué? —el semblante de
Alfonso se descompone.
—¿Qué ocurre?
—¿Me estás diciendo que
le va a dar la médula un vagabundo de la calle?
—¿Y qué más da?
Mientras sean compatible… El doctor me dijo que es un hombre que lleva poco
tiempo en la calle, según le ha dicho. Resulta que vivía en un pueblo cerca
pero llevaba un año sin trabajo y hace poco más de dos meses perdió la casa.
Entonces, para no mendigar en su propio pueblo dónde lo conocía la gente,
supongo que por dignidad o vete a saber, dice que se vino a la ciudad.
»Estas cosas están muy controladas. Le han
hecho pruebas. El doctor me dijo que el único problema que tiene es que está
algo anémico porque solo come una vez al día en un comedor social. Tendría que
recuperar fuerzas para donar, evidentemente. Por lo demás no fuma. Además no es
tan mayor, no te imagines a un viejo de la calle, tiene un par de años menos
que tú. El doctor le recetó antibióticos para un resfriado mal curado. Otra
cosa es que tenga para comprarse los medicamentos…
—No puede ser. ¡No
puede ser! —Alfonso da vueltas por la cocina. Se toca la frente insistentemente.
Luego se coge la cara con las dos manos.
—¿Cómo que no? Yo creo
que deberíamos buscarlo y ayudarlo. Suena egoísta, lo sé, pero de su salud
depende la vida de Carlitos.
»Cuando vine de casa de
mis padres me di una vuelta por el barrio pero no lo encontré. De hecho, no
sabría bien ni quien es, sé que hay varios indigentes por la zona sin embargo
soy incapaz de acordarme de sus caras. La verdad es que no me fijo.
»Carlitos y su manía de
echarle moneditas a todo el que encuentra por la calle… ¡Quien iba a decir que
al final eso lo iba a salvar! Yo en el fondo lo presentía, tenía fe en que
tarde o temprano ocurriera algo que…
—Basta. Basta. Por
favor, calla. Calla, calla, calla…
Alfonso
sale corriendo de la cocina.
Va
a su habitación. Se agacha debajo de la cama y saca unas zapatillas que se
calza.
—¿Qué pasa, cariño?
¿Qué estás haciendo? No entiendo nada.
—Yo tampoco lo entendí.
¡Dios mío, yo tampoco!
Alfonso abre el
armario, saca un batín de algodón.
Sale de la habitación,
atraviesa todo el pasillo que conduce al recibidor.
En el recibidor toma
aire, inspira y expira, inspira y expira. Busca en el llavero la llave de la
puerta. La encuentra. Corre un pestillo y a continuación el otro. Introduce la
llave en la cerradura y abre la puerta.
El umbral de la casa
está nevado, a Alfonso se le hunden las zapatillas.
No hay nadie.
Alfonso corre hasta una
esquina de la calle, tampoco hay nadie. Después, hace el camino inverso hacia
la otra esquina.
No hay nadie.
Anda unos pasos más
hasta llegar a la puerta de un cajero de esos que no se abren si no es
introduciendo la cartilla o la tarjeta de crédito. Fuera hay un lecho de
cartones y un bulto envuelto en mantas y papel de periódico.
Alfonso se agacha. Destapa
un poco las mantas y pone sus dedos en el cuello de aquel bulto. Está frío.
Pasa un rato.
Alfonso se levanta. Se
queda de pie mirando los cartones y el cuerpo a medio tapar.
Pasa otro rato.
Alfonso empieza a
caminar de vuelta a casa. Se resbala un poco. Pierde la zapatilla del pie
derecho pero sigue caminando, no se para a recogerla.
Alfonso llega a casa.
Se queda en la puerta. Se sienta en el umbral y mete la cabeza entre las
piernas.
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