Hoy le he llevado a mi abuela un tupperweare con pechugas
mozárabes. Le encanta esa receta aunque ni por asomo intuye que se llama así y
que su origen no es español. A mi abuela hay cosas que es mejor ocultarle
porque todo lo que le es desconocido le da miedo. Para ella, yo le he llevado
un tupperweare con pechugas de pollo troceadas, verduritas, especias y frutos
secos. Un plato riquísimo que ha salido de la cabeza de su nieta que es más
rara que un día sin pan, dice, pero con una buena mano para los fogones que la
llena de orgullo. Por supuesto. Y yo le dejo que crea eso.
Cuando he llegado me la he encontrado cambiando las sábanas
de su cama. No me gusta verla en su
habitación. No sé por qué. No me gustan las habitaciones de las personas
mayores. Son un quiero y no puedo. Un habitáculo lleno de recuerdos que jamás
se repetirán y frustraciones que espesan el aire. Son espacios vacíos llenos de
ausencia. Y distancia, mucha distancia.
La cama de 90 cm de mi abuela se encuentra a un escaso metro
y medio de su gemela. Una cama que siempre está fría sobre la que estaba
sentado mi abuelo observando el parsimonioso proceso del cambio de sábanas. Mi
abuela lo hace con paciencia, como si fuera el trabajo más importante que ha de
acometer el día que se pone a ello. Se
agacha una y mil veces estirando de aquí y de allá para que las sábanas queden sin arrugas y la colcha bien remetida contra la pared. Luego termina con un dolor de lumbago que le dura un
par de días. Repite el proceso una vez por semana.
Mi abuelo hoy estaba especialmente enfadado. Se le notaba
antes incluso de que empezara a quejarse como de costumbre, «Esta mujer siempre
está igual. Sabe que no puede agacharse y no me echa cuenta. Luego preferirá
rabiar de dolor de espalda antes de tomarse una pastilla. Dile tú algo, María,
dile tú algo».
Mi abuela hace años que ya no escucha a mi abuelo, y yo
finjo no oírlo tampoco porque es muy pesado cuando se le presta atención.
Quizá la solución hubiera sido ofrecerme a cambiar yo misma
las sábanas pero sabía que mi abuela no aceptaría. Está convencida de que su
mañosa nieta no sabe estirar bien las sábanas. Ni su hija. Ni sus dos hijos.
Nadie sabe estirar bien las sábanas, salvo ella.
Así que fui a la cocina para echarle la comida en un plato y
fregar el tupperweare. Y como siempre mi abuelo me siguió sin yo pedírselo. Por
despiste, cogí un plato que tenía un desconchón y un arañazo. Mi abuelo me dijo
que en cuanto lo metiera en el microondas estallaría, y me señaló con gestos
otro plato de Duralex de esos que no se rompen ni estampándolos contra el
suelo. Cometí el error de hacerle caso y cambiar el plato por otro. Sabiéndose
escuchado siguió con su cantinela de siempre, «Tiene la caja de pastillas para
las arritmias en el cajón de las servilletas. Las esconde ahí para que tu madre
no las encuentre y le riña por no tomárselas. Dile tú algo, María, dile tú algo».
Al verme descubierta, hice lo primero que se me ocurrió para
tranquilizarle. Busqué en el cajón de las servilletas hasta dar con la caja de
pastillas. Saqué una. La partí en cuatro partes y la mezclé en el plato de
comida. Mi abuela no iba a sospechar si encontraba algunos trocitos amargos en
la comida. Serían trozos de almendra que su extrañísima nieta había frito de más
hasta darles ese toque amargo. De todas formas, me perdonaría un pequeño error
como ese.
Contentar a mi abuelo hizo que mi abuela y yo ganáramos un rato para charlar. Las personas mayores se sienten solas a cada rato, hasta cuando están
acompañadas, por eso esperan sus visitas como agua de mayo. Estoy convencida de
que mi plática es mucho mejor para el corazón de mi abuela que las pastillas
para las arritmias. Pero por si acaso…
Antes de irme fui a buscar a mi abuelo al rincón de la casa
donde sé que suele apostarse cuando se cansa de vigilar a mi abuela: la
escalera que conduce a la azotea. Estaba sentado en los últimos escalones y, al verme, se
despidió de mí con la retahíla a la que ya me tiene acostumbrada, «Aquí me voy
a quedar no le vaya a dar a tu abuela por querer subir a tender la ropa a la
azotea. Que me la conozco. No vaya a ser que cargada de ropa pegue un resbalón
porque esta escalera es muy traicionera y el día menos pensado nos da un
disgusto. Le tengo dicho que yo puedo subir a tender pero es que a ella no le
gusta cómo pongo los alfileres».
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