Vivir no es sólo existir,
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar, es empezar a morir.
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar.
Descansar, es empezar a morir.
Gregorio Marañón
Natalia
decía que, cuando alguien que queremos se nos muere, el dolor nos lacera las
tripas y por eso se nos quita el hambre. Decía también, que es fácil reconocer a
una persona que ha padecido mucho cuando te la cruzas de frente porque
normalmente las tristezas son como una maraña de pelos que se atasca en la
garganta y, aunque te dejan hablar, te quiebran la voz.
Ella
era así, no creía en apelativos baratos para clasificar las emociones. Estas,
afirmaba, se marcan en el cuerpo porque al fin y al cabo no somos más que piel,
huesos, vísceras y una sustancia rojiza y viscosa que nos riega de pies a
cabeza.
Tampoco
creía en Dios. Me dijo una vez, que se negaba a aceptar que pudiera estar
parado ahí arriba observando impasible como se iba consumiendo. Siempre se
preguntaba, ¿Por qué no me despierta de una vez y por todas aunque sea de un
tortazo?
En sus últimos días de vida, pese a su
escepticismo, le había dado por retarlo, ¡baja, baja si estás ahí e impide
lo que voy a hacer! Dios lo impedía, pero ella volvía a retarlo. Lo hizo
tantas veces que al final consiguió lo que quería. Y ahora la echo tanto de
menos...
A
Natalia la llamábamos en el colegio “la bella durmiente” porque a veces se
dormía de pronto en la clase o en el patio de recreo. A decir verdad, estaba
muy poco tiempo dormida, más bien parecía que se hubiera desmayado. Mis
compañeros y yo no sabíamos por qué le ocurría eso. Los maestros solo nos
dijeron que estaba enferma y que cuando se durmiera no podíamos despertarla,
solo intentar que no se golpeara si se caía.
Aunque
al principio algunos se reían cuando escuchaban su cabezazo contra el pupitre,
a la larga nos acostumbramos a ello y fingíamos que no nos dábamos cuenta.
La mayoría de los maestros la trataban
con cierta lástima y hasta paraban unos segundos su explicación para que no se
perdiera nada. Digo la mayoría y no todos porque la maestra Consuelo ni le
tenía lástima, ni compasión, ni nada que se le pareciera. Cuando la veía dormir
paraba la clase, sí, pero para gritarle con desprecio, ¡despierta Natalia! ¡a
dormir a tu casa! Si serás vaga…
Natalia,
además, era mi vecina. Estaba enamorado
de ella en secreto casi desde que empezamos el colegio. ¡Menudo enamoramiento
debía ser! Poco sabía yo entonces de los placeres que regalaba la carne de una
mujer. Solo recuerdo que me parecía la más guapa, la del pelo más rubio y los
ojos más azules de todo el colegio, y que me peleaba a patadas con mis
compañeros de clase cuando se ennoviaban con ella. Tuve que pelearme con muchos
porque Natalia cambiaba de novio casi con la misma frecuencia que de
calcetines. Algunos ni se llegaban a enterar. Pero yo sí que estaba al pendiente
de quienes tenían ese fugaz privilegio. Por aquella época nunca formé parte de
su lista de novios. Años después se lo reproché mientras la desnudaba despacio.
Ella no se excusó. Rió, me miró a los ojos, me mordió el cuello y... Dios, cómo
me duele recordarla...
En
verano, su madre montaba una piscina de plástico en la azotea para que se
bañara con sus primas. Yo que lo sabía, subía a mi azotea que quedaba un poco
más alta que la suya y la expiaba. Mi madre siempre me pillaba en esas andanzas
y me daba de collejas para que se me quitara lo pervertido, ¡crío del
demonio! ¡Pronto empiezas tú!
Recuerdo
la primera vez que la vi realmente enfadada. Aún no teníamos ni diez años.
Habíamos empezado a hacer las catequesis y el cura don Fernando Botijo (lo de
botijo no le venía en la partida de nacimiento sino en los genes que lo habían
hecho bajito y rechoncho), nos repartió a todos un pasaje de la Biblia que deberíamos
leer el día de nuestra Comunión. Nos levantaríamos, nos acercaríamos al atril y
lo leeríamos en voz alta delante de todos los asistentes. Al llegar el turno de
Natalia don Fernando no le dio ningún pasaje porque temía que se quedara
dormida delante de todos los familiares mientras leía. Natalia se puso roja,
luego morada y luego roja otra vez. Parecía que iba a arremeter contra el cura
o cualquiera de nosotros, pero no hizo eso. Esperó a calmarse, se levantó de su
sitio y se dirigió con desdén hacia don Fernando, me da igual, yo no voy a
hacer la Comunión. ¡Ya no creo en Dios! Luego se fue corriendo con los ojos
vidriosos. Tenía tanto carácter que a veces era lo único que la mantenía
despierta.
Yo
también llegué ese día a casa y le dije a mi madre que no haría la Comunión
porque tampoco creía en Dios, pero mi madre volvió a darme una buena colleja y
acabé creyendo en Dios, la Virgen María, el santoral entero y los tres Reyes
Magos si me apuran.
Como
no hizo la Comunión, su madre, queriéndola recompensar de algún modo, le regaló
un piano de cola. Tres veces por semana venía un profesor a enseñarle. La
escuchaba tocar desde mi habitación. En realidad se la escuchaba desde toda la
casa. Llegaba a ser fastidioso pero nunca nos quejamos a los vecinos. Yo porque
hubiera soportado el ruido de una taladradora a los pies de la cama por ella y
mis padres porque pobrecilla, habrá que dejarla que se entretenga en algo...
Los
años fueron pasando sin que ella se diera cuenta, entre sueño y sueño, de que
yo existía. Claro que yo no hacía nada por demostrárselo. En el instituto nos
cambiaban de clase todos los años. Nunca coincidí en la suya. Pese a ser
vecinos no la veía a penas. Ni si quiera compartíamos el mismo círculo de
amigos. Supe que cada vez salía menos. Imaginé que su enfermedad había
empeorado.
Poco
a poco solo me quedaban de ella rumores y habladurías. Que cuando había
excursiones nadie quería sentarse con ella en el autobús porque iba dormida
todo el trayecto, que en una clase de arte se había quedado dormida pintando
con acuarelas, se había manchado toda la cara y había destrozado la lámina que
estaba pintando...
Aunque
intentaba aferrarme al recuerdo de una Natalia altiva que había encarado a un
cura cuando era una cría, cada vez me costaba más. Llegó un momento en el que
la vi como todos, como una pobre chica que nunca podría llevar una vida normal.
Nunca
le confesé que llegué a sentir lástima por ella. Creo que no me lo hubiera
perdonado. Se me entregaba sin reservas pensando que yo era el único que la
veía como una mujer, no como una enferma a la que compadecer.
Probablemente
Natalia no hubiera sido más que un recuerdo difuso de mi niñez, una melodía
confusa tocada por unos dedos inexpertos al otro lado de la pared. Puede
incluso que la hubiera olvidado sino se me hubiera desmayado un día en los
brazos. Aquello la volvió a poner en mi camino.
Fue
una mañana de junio. Entonces yo tenía dieciocho años, estaba terminando el
bachillerato. Volvía de clase y al entrar en mi calle la vi. Me di cuenta por
sus ademanes torpes de que se iba a desmayar. No era capaz si quiera de acertar
a introducir la llave en la puerta de su casa.
Me
acerqué corriendo, casi por instinto, como lo hacíamos en el colegio cuando
intentábamos que no se hiciera daño al caer. Llegué justo a tiempo para que se
desvaneciera en mis brazos. Sentí que una muñeca de goma se me escurría de las
manos, era incapaz de controlar sus extremidades aunque intentó levantarse un
par de veces.
No
había nadie más en la calle porque eran las tres de la tarde y hacía mucho
calor.
Mientras
algo dentro de ella luchaba por despertarse del todo e incorporarse yo me
fijaba en cuánto había cambiado con el tiempo. Ya nada quedaba de aquella niña
a la que expiaba. La mujer que guardaba en las tripas finalmente se había
deshecho de la niña, le había ensanchado las caderas, alargado las piernas y le
había sacado de las costillas un par de senos generosos. Era preciosa, con esa
piel tibia que embriagaba solo con tocarla.
Me
enamoré de Natalia de nuevo, no ya como un niño sino como un hombre que soñaba
con hundirse en su piel. Entonces no pude contenerme y la besé levemente en los
labios. Tenía dieciocho años... Uno se vuelve valiente a esa edad.
Despertó
a los pocos segundos, has visto demasiadas películas de Disney, Carlos.
No se enfadó, no me pidió explicaciones y lo que era mejor aún, ¡recordaba mi
nombre! Está bien, reconozco que el ser vecinos le quitaba mérito, pero a mí me
llenó de regocijo.
En
agradecimiento me invitó a pasar a su casa. Tomamos un refresco, luego otro y
otro más hasta que se nos pasó la tarde. El haber compartido su último
desvanecimiento nos daba una especie de complicidad. A decir verdad, yo casi no
hablé aquella tarde. Ella me contó, sin que yo le preguntara, todo lo que
suponía vivir durmiéndose a cada rato.
Por
primera vez le puse nombre a la mal que tenía. Era narcoleptica. Yo no había
oído hablar de esa enfermedad. Me contó que era una enfermedad genética que
producía ataques de sueño incontrolados a la persona que la padecía. En
realidad, no se quedaba dormida cuando se caía al suelo. Su cerebro sencillamente
dejaba de controlar a su cuerpo, al igual que lo hace nuestro cerebro al dormir
para no escenificar los sueños y hacernos daño. Según me confesó, se pasaba el
día luchando contra ella misma en un inútil esfuerzo de intentar no desvanecerse.
Aprecié
que no solo su cuerpo había cambiado. Parecía melancólica y cansada, como si le
hubieran tirado en la espalda veinte años más.
Me
dijo que su vida era como un teatro muy breve, para que se abriera el telón
unos minutos había que montar todo un engranaje detrás. Tomaba anfetaminas como
si fueran caramelos de regaliz. Dormía siestas interminables pero al despertar
siempre tenía sueño. Había abandonado sus estudios el año antes desesperada
pues le era imposible aguantar medianamente despierta por las mañanas y
estudiar por las tardes. Apenas tenía amigos porque como compañía era muy
complicada. No salía de copas ni a bailar como cualquier chica de su edad.
Escuchándola
hablar, sentí que tenía esa bola de pelos atascada en la garganta de la que
años después me hablaría cuando la até de pies y manos a la cama de nuestro
dormitorio.
Su
infancia había sido... ¿Cómo la definía ella? Ah, sí. Un jodido vaticinio de lo
que sería su futuro. Nunca pudo ir a un parque de atracciones. Nunca había
pasado de la piscina de plástico en su azotea y, por eso, no sabía nadar. Lo
único que se podía permitir era seguir con sus clases de piano. Se convirtieron
en su única ilusión. El resto del tiempo, decía, soñaba con hacer las cosas que
no podía hacer.
Caí
en una encrucijada de la que no sabía cómo salir. Quería ofrecerle mi hombro,
pero tampoco nos unía ninguna relación especial más que la casualidad que nos
había reunido una tarde soporífera de verano.
Ella
hacía pausas breves en su relato para no atragantarse con su propio dolor. Había
conseguido encontrar un pequeño truco para mantener abierto más tiempo el telón
en su vida. Le encantaban los juegos de mesa porque durante las partidas no se
quedaba dormida. Los médicos le habían dicho que el esfuerzo de concentración
al que se veía sometido su cerebro lo mantenían temporalmente “despierto”.
Hasta
ese punto de su relato yo no había sabido ni qué contestarle pero entonces se
me ocurrió una idea, ¿sabes jugar al ajedrez, Natalia? Fue casi como
mostrarle una piruleta enorme a un niño. A Natalia se le iluminó la cara y fue
corriendo en busca de un tablero.
Natalia
era malísima en el ajedrez, aunque jugaba con mucho entusiasmo como si le fuera
la vida en ello. Debíamos resultar una pareja un tanto cómica. Ella concentrada
hasta el cansancio por no perder de vista mis movimientos y de seguro por no
quedarse dormida justo en ese instante. Yo, batallando en su cuello, intentando
no subir la vista a los labios ni bajarla al escote, no me hubiera podido
controlar.
Empezó
a anochecer sin darnos cuenta. Natalia estaba exhausta, se le notaba en la
cara. Se balanceaba en la silla, es que si me quedo quieta sentada me
duermo, Carlos. Le dejé ganar la última partida y le dije que me iba, puedes aguantar una tarde entera sin dormirte,
lo has visto. Ella parecía tan sorprendida como yo.
A
partir de entonces empecé a visitarla todos los fines de semana aprovechando
que no tenía clases de piano. Jugábamos interminables partidas. Se volvió una
buena contrincante en el ajedrez y me enseñó a jugar decenas de juegos de
cartas. En aquel primer verano que pasé junto a ella, su compañía se convirtió
en una brisa fresca de la que me hice adicto.
Poco
a poco fuimos cambiando las partidas por besos lentos que llevaban a caricias
apresuradas. Sus padres nos dejaban solos en casa, creyendo ingenuamente que se
quedaba en buenas manos. Y en parte así era, la dejaban en buenas manos claro
que sí, unas manos que se aferraban a su cuerpo en cuanto los padres cruzaban
el umbral de la calle.
Jugábamos
toda la tarde sin tableros ni fichas. En los descansos se solía quedar dormida.
Cuando
terminó el verano, me había convertido en una persona totalmente distinta. Sin
aquel verano, hoy sería arquitecto. Ya tenía plaza en la facultad que quería. Todo
hubiera sido muy fácil. Sin embargo, después de tres meses en los que se me
había restregado en la cara una enfermedad tan horrible, no podía olvidarlo y
estudiar para construir edificios. No, ya no. Ahora quería ser médico,
especializarme en neurología. Era un iluso. ¿Qué digo? Era un patético iluso.
Quería encontrar una cura milagrosa para alargar las horas de vigilia de
Natalia.
En
septiembre ya no había plazas en la Facultad de Medicina de mi ciudad. Tuve que
desplazarme cientos de kilómetros. Estaba dispuesto a volver los fines de
semana, pero Natalia no lo quiso. Pensó que tenía derecho a llevar una vida de
universitario normal. Quería que conociera gente nueva. En el fondo, lo sé,
quería ponerme a prueba, ver si después de conocer a otras chicas la seguía
prefiriendo a ella.
Estudié
medicina todo lo rápido que pude. Conocí a muchas chicas y, no mentiré, ahora
no tendría sentido, tuve algunas relaciones breves. Eran relaciones vacías que
no me aportaban nada. Todos los veranos volvía a mi casa, me esperaba mi
familia y ese pequeño oasis en casa de los vecinos, Natalia.
Mi
familia me apoyaba, aunque a veces escuché a mi madre cuchichear, esa es una relación enfermiza, ojalá no
acabe mal.
Lo
malo de mí vuelta los veranos era constatar que Natalia se iba desgastando cada
vez más. Me agobiaba saber que se había iniciado una carrera contrarreloj.
Finalmente,
conseguí plaza como Médico Residente en un Hospital de mi ciudad. Llegados a
ese punto tenía dinero y tiempo. Estaba cansado de una vida a medias. Así que
tomé una determinación. Decidí obligarla a hacer lo que el resto del mundo
aunque fuera con ayuda. Se acabó eso de jugar a los amantes en verano. Aceptó a
regañadientes. Hicimos algunos pequeños viajes, se dormía en el coche, pero ¿quién
no lo hace? Si visitando algún lugar te desmayas, si te duermes o lo que
diablos sea que te pase, yo te esperaré Natalia.
Muchas
noches salíamos a cenar cerca de casa, o a dar un pequeño paseo.
La
llevé hasta a la playa un par de veces. Paseábamos por la orilla como una pareja
normal.
Además,
se empeñó en dar clases de piano a un par de niños revoltosos que la mantenían
bien despierta. Necesitaba sentirse útil, así me lo dijo.
Fue
una buena época. Quitando nuestro primer verano, es la mejor que recuerdo con
ella. Se la veía feliz. De seguro en más de una ocasión hasta se olvidó de que
estaba enferma.
Natalia
no hablaba del destino, supongo que como en Dios, no creía. Yo sí creo en él.
Mi destino era ella y el de ella sufrir.
Cuando
teníamos veintiocho años, sus padres murieron en un accidente de tráfico, ahí
terminó su buena racha. Como no tenía hermanos, se quedó sola.
Lo
malo de las muertes es que al principio son muy teatrales. Se monta la
parafernalia. Todos echan de menos a los muertos y pareciera que tanto
familiares como conocidos están dispuestos a cubrir su ausencia, pero cuando
pasa el tiempo hacer el trabajo de otros se vuelve una labor muy tediosa.
Alguien
como Natalia no podía vivir sola, así que yo me mudé con ella.
Tenía
que dejarla sola muchas horas porque yo trabajaba. Mi madre, por aquello de que
las madres están hechas de otra pasta, adoptó a Natalia. No con papeles, sino
con las ganas. Nos hacía de comer, nos ayudaba con la casa y la visitaba cuando
yo no estaba.
Juro
que luché por darle vida a mi manera. La maldita cura milagrosa se me resistía,
aún hoy se me resiste.
Desde
la muerte de sus padres Natalia se fue apagando. Llegó a un punto en el que no
podía estar despierta más de tres o cuatro horas al día. Ni por esas consintió
en dejar de trabajar dando clases de piano.
Todavía
la amaba tanto que me volví egoísta. Odiaba a esos condenados críos que me
arrebataban una hora de las pocas que tenía para estar con ella.
Mientras
yo vivía como un mortal más con sus esplendorosas veinticuatro horas diarias
que repartía a gusto: ocho para dormir, ocho para trabajar y suman dieciséis,
dos para comer y una para ducharme y arreglarme, otra para ir y volver al
trabajo y van veinte ¿y las otras cuatro? Una para esperar a Natalia y tres
para amarla.
Tres
míseras horas diarias era de lo que disponía. Sus familiares concertaban citas
para verla y yo los también los odiaba cuando se alargaban y me quitaban parte
de mis tres horas. Les quitaba el café de las manos e intentaba echarlos
aludiendo a un cansancio que no tenía Natalia sino yo de tanto esperarla.
Todo
estaba programado para no perder ni un segundo. Los horarios de la medicación
estaban minuciosamente estudiados para mantenerla despierta en las tardes. Si
se despertaba en las mañanas, que era cuando yo trabajaba, luego se dormía y ya
habíamos perdido un día. Eso de lunes a viernes, porque el fin de semana sí que
era una espera larga. Me levantaba y desayunaba leyendo el periódico. A Natalia
le gustaba estar enterada de lo que ocurría fuera de la cárcel: nuestra casa.
Rodeaba con un círculo las que me parecían más interesantes o divertidas; no
había tiempo para leerle todas. Preparaba sus platos preferidos y me sentaba en
el sofá a esperar que despertara. Vivíamos nuestras breves horas hasta que la
volvía a su mundo, el onírico, y yo me quedaba solo de nuevo.
En
sus escasos minutos de vigilia pensaba cada vez más, ¿tiene sentido vivir
así?, ¿Carlos tú se lo encuentras?
Se
cansó de luchar. Empezó a cometer estupideces para desafiar a Dios, decía. Un
día tenía que coserle las venas y al siguiente lavarle el estómago. Aunque como
suicida era pésima, me preocupaba que tarde o temprano pudiera conseguirlo así
que por desesperación tuve que atarla a la cama.
La
Natalia atada no era Natalia. Por momentos me escupía en la cara lo mucho que
me odiaba o me confesaba cuánto me amaba. Algunas veces desvariaba y otras era
tremendamente locuaz. En esos diez días en los que permaneció atada empezó a
filosofar, que si la bola de pelo en la garganta o las tripas laceradas, que si
el sol saldría cada mañana aunque ella estuviera muerta, déjame ser carroña
al menos Carlos, que mi cuerpo sirva para algo, cásate y ten hijos Carlos, prométemelo
Carlos, joder prométemelo, eres un desgraciado ...
Dos
veces al día la desataba y la llevaba al baño. No tenía fuerzas para salir
corriendo. Como se negaba a comer, la mantenía a base de suero. Hasta en cinco
ocasiones se arrancó la vía con la boca, pero no la ataba con los brazos más
alejados de la cara por no lastimarla.
A
lo mejor no fue buena idea eso de obligarla a vivir diez días más de los que le
tenía preparados su propio destino. Solo alargué el sufrimiento. Pero yo no lo
sabía entonces. Deberíamos traer la fecha de caducidad tatuada en las palmas de
la mano, nos ahorraríamos tantas fatigas...
Tuvo
un paro cardíaco mientras dormía. No me di cuenta hasta la mañana siguiente, al
fin y al cabo me había acostumbrado a dormir junto a un cuerpo podrido, podrido
de sueño y desgana.
No
resultó tan romántico como en las películas. No nos despedimos la noche antes,
ni yo salí a la calle a gritar desesperado cuando vi que no respiraba. Se
rompió el engranaje que abría el telón cada día. Tan simple como eso. Pero el
sol siguió saliendo para el resto del mundo
tal y como ella había vaticinado.
Ahora,
que no la tengo, he aprendido a ver como se clavan las emociones en el cuerpo,
igual que lo hacía Natalia. Por las mañanas despierto con su recuerdo
incrustado en la sien, me baja hasta la tráquea a las nueve con la primera
paciente aquejada de migrañas y a las tres cuando me voy de la consulta ya lo
tengo macerando con los jugos gástricos en el estómago. Cuando ceno, las
piernas se me ponen pesadas y hasta me crujen las rodillas pues suele quedarse
enganchado en las rótulas. Llego a la cama arrastrando los pies, en los talones
su recuerdo pesa mucho. Me cobijo con las sábanas y lo dejo en las babuchas
pero al siguiente día vuelta a empezar.
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