En enero me apunté a clases de zumba.
Hace tiempo que tenía el gusanillo del
baile, quería quitarme los excesos de las Navidades sin matarme de hambre, también
quería practicar algo de deporte, y una cosa llevó a la otra y cuando me vine a dar cuenta estaba bailando
canciones de Nene Malo súper motivada, tal que así:
Pero antes de eso tuve que pasar por un drama digno de ser recordado: ataviarme
para las clases de zumba.
Cuando te planteas hacer deporte en serio te
das cuenta de que necesitas un buen calzado deportivo, que tampoco es plan de
ponerse a dar saltos con las zapatillas de Lona que utilizas en verano, ni con
las deportivas blancas posturonas que se han puesto tan de moda y se guarrean
solo con mirarlas, no, necesitas unas zapatillas deportivas buenas. Es decir,
de marca. Es decir, caras. Así que corres a la tienda de deportes más cercana y
allí entre tanta zapatilla colorida te haces un lío. Al primer vistazo
descubres que el precio de una zapatilla deportiva suele ser directamente
proporcional a lo fluorescente que sean sus colores. Antes de que te dé tiempo
a pensar en algo más se te acerca un vendedor o vendedora a hacerte preguntas
existenciales del tipo: «¿Eres supinador o pronador?» Como si no fuera suficiente
con saberte tu grupo sanguíneo, tu horóscopo y tu historial de alergias.
Al final sales de la tienda con un riñón
menos, unas zapatillas cantosas y la nueva y enfermiza obsesión de observar tus
pisadas.
Una vez estás en casa, te crees que ya lo
tienes todo, pero no. En cuanto vas al armario y te pruebas uno de esos leggins
que pensabas que te podían hacer el apaño, descubres que esos están bien para
el día a día pero la liguilla que tienen en la cintura no sujeta nada, y no es
plan de ir a las clases con algo así, no se te vayan a caer al primer salto, te
excusas. Entonces vuelves a la tienda de deportes y ahí llega la segunda parte
del drama.
Para empezar, unos leggins deportivos, que
son como los leggins normales pero con la cinturilla más ancha y de una tela
que te hace parecer aún más enmorcillada, cuestan más que un vaquero, segundo
mazazo a tu cartera. Y eso no es lo peor. Ahora resulta que todos los leggins
intentan desafiar a ley de la gravedad y son Push Up. Ay, si Newton levantara
la cabeza… El caso es que ya no solo te tienes que preocupar por levantarte las
tetas si no también el culo. ¡Acabáramos! Y,
ya que te pones a pensar en aspectos pechonales, recuerdas que necesitas
cierta estabilidad en esa zona, así que buscas, también, un sujetador
deportivo. Total, ya puestas… ¡A gastar se ha dicho!
Hace unos años estuve en una exposición de
instrumentos de tortura utilizados por la Inquisición y puedo asegurar que
ninguno de aquellos era tan retorcido y macabro como el sujetador deportivo. Bueno,
quizá esté exagerando un poco, pero es que lo mío con los sujetadores
deportivos es una Odisea que riétete tú de la de Homero. Quizá la culpa sea mía
por tener el tórax estrecho, pero es que yo soy así, tórax estrecho y caderas
anchas o, como diría mi madre, lo que le sobra a mi alma le falta a mi corazón.
Yo no entiendo en
qué piensan los diseñadores de sujetadores deportivos. Mujeres no son, eso es seguro.
Señores diseñadores/inventores de sujetadores deportivos, voy a daros una
información así, sin importancia: el pecho de una mujer, por lo general, tiene
forma de lágrima. Y esto no es un rollo poético, esto es serio. Si, pensando en nuestra comodidad, no le
ponéis ningún tipo de apertura a los sujetadores deportivos, tampoco nos hagáis
pasar un top de mierda por sujetador. Un top es un top, y un sujetador es un
sujetador. Y un plato es un plato… Y cuando me enervo me voy por las ramas.
A lo que iba, si una mujer se puede poner un
sujetador deportivo, así, sin más, metiéndoselo por la cabeza, eso no es un
sujetador, eso es un top flojito de los que nos comprábamos cuando nos
empezaban a salir los pechos. Vaya, una tomadura de pelo para cuando no tienes
nada que sujetar pero sí muchas ganas de ir preparando esa parte y
disimulándola ante posibles transparencias. Nada más. Aunque te encuentres uno
de esos en una tienda de deportes por unos 20 euros, son los mismos que están
en el mercadillo a 3 euros. Que no digo yo que para andar por casa estén mal,
de hecho, muchas amas de casa adoran esos tops flojitos y tienen su pequeña
colección, pero para dar saltos eso no sirve.
Luego están los sujetadores deportivos de
verdad, los que aprietan, claro que si te aprietan en el tórax, ¿cómo se supone
que te van a entrar por arriba? Yo, con mi excusa de tener un tórax estrecho,
intento buscar los más sujetadores deportivos con la liguilla más ajustada.
Ahora bien, si esa liguilla queda ajustada en un contorno de, pongamos, 74
centímetros, ¿cómo va a pasar previamente por un volumen que tiene, en el punto
máximo de esa forma de lágrima, veintetantos centímetros más? Esto es pura
matemática. No se puede. Yo lo he intentado, que conste, y casi no lo cuento.
Cuando me metí por los brazos uno de esos sujetadores, lo bajé y comprobé que
aquello no cedía; casi me da un chungo. Y mientras más lo intentaba, más me
quedaba sin aire. Llegué a pensar que iba a morir en tan penosa situación. Vi
pasar toda mi vida antes de conseguir sacármelo.
Lo bueno es que si tienes fe y no desistes en
la búsqueda del sujetador perfecto, el Universo conspira por ti, que diría
Coelho, y un día, por casualidad, encuentras el sujetador deportivo que, no
sabes cómo, te entra por la cabeza y, a la vez, también te sujeta. ¡Milagro! Claro
está que el precio a pagar es sentir como te cose las tetas a las costillas,
pero merece la pena.
Cuando
ya lo tienes todo, solo hace falta que completes el kit deportivo con una
camiseta deportiva molona, que al final es lo que más luce.
Una vez que has dejado a tu cartera famélica,
gastando mucho más en ropa y calzado deportivo que en la mensualidad del
gimnasio, estás preparada para comenzar a practicar el deporte elegido, en mi
caso, zumba.
El primer día que
vas a clase de zumba es una experiencia traumática por la que has de pasar sí o
sí. Tú llegas a
la clase con toda tu ilusión, con ganas de marcarte un bailoteo y de eso nada
de nada. La clase comienza, todo el
mundo se mete en el papel y empieza a darlo todo en el baile mientras tú no
atisbas más que a ver brazos y piernas moviéndose en todas las direcciones. Después
de los primeros minutos de shock, intentas imitar los movimientos, pero por muchas ganas que le pongas no pasarás
del nivel pato mareado.
Es muy triste porque ese día llegas a casa
reventada, intentando autoconvencerte de que estar más perdida que el barco del
arroz en clase de zumba los primeros días es totalmente normal y que solo
necesitas un poco de práctica y tiempo. Sin embargo, lo triste de verdad es
cuando descubres que no tienes agujetas en las partes del cuerpo que tú anhelas
tonificar — culo, muslos y cadera— qué va, sino en los brazos. Tanta paliza
para que la única parte de tu cuerpo que parezca haberse enterado sean los
brazos, a los que sientes como si te los hubieran sacado de los hombros, ¡a
tirones!
Los siguientes días continúas yendo a clase
hasta que poco a poco empiezas a coordinar las piernas con los brazos y cada
vez lo que haces se parece más a bailar. En este punto te motivas y comienzas
buscar en Youtube las canciones que bailas en clase. Es ya en tu casa, en frío,
cuando descubres lo elegantes y profundas que son las letras de las canciones
que bailas. Por ejemplo…
El gran mérito del
zumba es haber conseguido hacer del perreo poligonero todo un deporte. Y un deporte que, por experiencia,
es sanísimo y te deja como nueva.
A los pocos días de practicar zumba ya te
sabes casi todos los pasos de las canciones y es cuando realmente comienzas a
disfrutar y a tener agujetas, ahora ya sí, donde esperabas. Básicamente porque
ahora es cuando estás haciendo bien el ejercicio. No obstante, si tienes la
fortuna de que tu monitor de zumba sea de esos hiperactivos que se mueven
frenéticamente con un cuerpo perfecto que pareciera esculpido por los dioses
del Olimpo, tienes un problema del que te das cuenta justo en este momento. Y
es que aunque ya te sepas los pasos, cuando, confiada, te animas a mirarte en
los espejos de la sala de baile, compruebas como los mismos pasos cuando los ejecuta tu monitor parece un actor sacado
de la serie “Un paso adelante”,
mientras que cuando los haces tú pareces, simplemente, una mamarracha.
A mí me entró tal bajón después de ese
patético descubrimiento, que temí que por la puerta de clase entrara Lola
Herrera con una carpeta dispuesta a echarme de la Escuela.
Esto de las clases de zumba lleva a un
proceso cíclico que no tiene fin. En pocas semanas, alguna más si te cuesta un
poco, vas cogiendo soltura, ritmo y hasta gracia en el baile. Pronto dejas de
sentirte tan mamarracha bailando y pasas a la fase en la que te creces; y un
día te miras al espejo mientras bailas y te sientes la Beyoncé de tu pueblo o
tu barrio. Así, by the face, nada pretencioso. Se ve que haciendo deporte tu cuerpo libera
endorfinas que te dejan la mar de feliz e ilusa, sobre todo ilusa.
Aunque tampoco esta ilusión dura mucho porque
tu monitor comienza a introducir canciones nuevas en sus clases y vuelta a
empezar. La fase que más vas a repetir es la de pato mareado. Eso es así. Y lo
sabes.
No obstante, hay algo bueno de ese ciclo
interminable y es que cada nueva canción
trae la oportunidad de nuevas agujetas en lugares insospechados de tu cuerpo. Sobre todo
cuando las letras incitan a pasos de lo más variopintos.
Pese a todos los avatares que una debe
sortear cuando practica zumba, yo lo recomiendo totalmente. Haces ejercicio aeróbico, tonificas, te
diviertes y mejoras tu coordinación motora. ¿Qué más se puede pedir?
Además, si bien yo he narrado mi experiencia
desde mi perspectiva como mujer, el
zumba no es un deporte solo para mujeres, ni mucho menos.
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